Procesión marítima de la virgen del Carmen en El Palo, Málaga.

Procesión marítima de la virgen del Carmen en El Palo, Málaga.

Tribunas Desórdenes

Mi mejor amiga es la Virgen del Carmen

Vino a todos mis cumpleaños de niña, los dieciséis de julio. Recuerdo su corona sobre la mesa de la hamburguesería. Al lado, mi corona de papel del Burger King.

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La conozco desde siempre. Desde la misma noche, quizá, en que fui concebida. Es mi amiga más antigua, mi amiga inmutable.

Ella sabe cosas de mí que yo no recuerdo. 

Mi madre me contó que una vez, cuando tenía sólo tres meses, mi abuela me cogió de la cuna y recostó mi cuerpo blando sobre su hombro y su pecho. Yo levanté la cabecilla y miré a un espejo que había a sus espaldas.

Me partí de risa.

Me reí largo rato a carcajadas, como una bebé loca, desparramando mi pequeñez en el encanto de un chiste privado, y ellas se inquietaron porque les pareció que gastaba un cachondeo insólito para ser una cría tan diminuta.

“Se ríe como una vieja”, dijo mi abuela mientras yo les regalaba a las dos mi boca nueva sin dientes, tronchada de alegrías extrañas.

“Pero, ¿de qué se ríe tanto esta niña, por dios? ¿Qué es lo que está viendo?”, dijo mi madre, oscurecida. No sé si me reconocí en el reflejo. No creo. Era pronto para la autoconciencia.

Yo me reía porque Carmen me sacaba la lengua.

Mi muchacha favorita guarda dentro siglos de gracia.

Más tarde, a los cuatro años, la profesora de Preescolar diagnosticaría que me acompañaba una amiga invisible y le quitaría importancia a la fantasmagoría delante de mis padres: “Es algo relativamente frecuente a esas edades”, aseguró. Yo no podía contarles que era la virgen del Carmen, así que hablaba de ella como de Carmen, a secas. Por naturalizar.

Su nombre también pasó a ser la mitad del mío porque nací en un día que era suyo. Fue el dieciséis de julio, en la Málaga de los noventa. A mi gente no le quedó más remedio que añadir “del Carmen” al que estaba previsto que fuese mi nombre, “Lorena”, y así se apretaron los cordeles del misterio: ella sería para siempre mi compañera de juegos. Ella estaba dentro de mí como un vicio o un amuleto. 

He amado su presencia blanca y escurridiza colándose por todas las rendijas de mi vida.

Tuvo el detalle de no faltar nunca a mis cumpleaños a pesar de coincidir con su fiesta. Siempre se lo ha montado muy bien con esa cosa útil que tiene ella de poder estar en todos sitios al mismo tiempo. Recuerdo su corona sobre la mesa de la hamburguesería. Al lado, mi corona de papel del Burger King.

Me dio el arrojo, la bravura. Carmen me cogió de la mano y se tiró conmigo por el Gran Tobogán del Chiquipark, que para mí era prácticamente como saltar desde el desfiladero de Despeñaperros, y ya no volví a tener vértigo. Ella decía, por experiencia, que las alturas estaban sobrevaloradas. 

Fuimos niñas asilvestradas de costa, niñas raras. La miraba de lejos en las veladillas de las playas, guardando nuestro secreto, mientras los marineros la aupaban y ella caminaba sobre el agua.

Sé que un agosto, detrás de los arbustos de la piscina, nos hicimos una sola trenza con su pelo y con mi pelo.

La miré muy de cerca, naricilla con naricilla. Nunca me dio miedo, pero su belleza dolía un poco. Tenía mi edad y ninguna. Olía a Nenuco y a mar.

La pensaba en mis exámenes de Matemáticas. Me adelantaba con la bici en el Paseo Marítimo. Me quitaba las ortigas del camino. La encontraba en acuarios y chimeneas.

Abría las ventanas en las noches del verano en el campo y la sentía rugiente en el sonido sordo de las estrellas, inabordable, perfecta. Es difícil de explicar: no estaba exactamente a mi lado. Yo diría que estaba rodeándome.

Mi santa de los naufragios me salvó, ya a los quince, de un hidropedal extraviado en Torremolinos. Con la de cosas importantes que tiene ella que hacer en los océanos, y yo convocándola para estos flecos... 

Carmen es un ejército de mujeres que protege a los hombres que yo adoro, a los hombres que respeto, a los hombres del mar con las manos callosas y los ojos llenos de tiempo líquido. Hay días que apenas hablan.

Siempre están mirando algo que está más allá. 

Noto cómo ven a través de mi cuerpo. Soy una criatura traslúcida delante de los marineros.

Yo sé que ellos tienen un dolor en el pecho: el del mar que alimenta y que mata. El del mar donde los otros vacacionan.

Carmen los cuida a todos, de norte a sur, y ellos la distinguen entre las nieblas y los pájaros negros, rajando con las uñas los cielos encapotados.

Mis amigos de Galicia me cuentan de las aguas brujas, de las aguas peligrosas de allá, con la retranca y la tragedia mordisqueando sus costas como un niño enganchado a una medialuna. Me dicen que allí el mar siempre tiene la última palabra. Cuando oigo eso, siento un temblor levísimo en las piernas.

Entonces pienso en Carmen.

Siempre pienso en ella, francotiradora de milagros. 

Hay otras marejadas posibles. Vino a verme un día en el que lloré, a mis veinte, ya niña de provincias expatriada, en un Starbucks de Madrid. Fue por un novio con pecas que se iba a estudiar al extranjero. Fuera diluviaba y ella reunió los gajos de mi corazón abierto como una mandarina a medio comer y los llevó a casa. Estuvo en todos mis hundimientos. Incluso en los hundimientos en seco.

La tengo en la medalla de mi cuello y en la estampita de mi cartera.

Hice cosas que no le gustarían pero que no intenté ocultarle. Le pedí en sueños que me trajera de vuelta a mi abuela. Me chocó la mano cuando salí de la reunión en la que mi director me contrató para este periódico. Me acunó en mis amores. Torció la boquilla entre las luces azules de una discoteca para hacerme ver que el chaval con el que hablaba era un tolai, y yo sonreí, le dije "vale, vale", y me giré para mirar al lugar correcto. Entonces lo encontré. Era Él. Al menos por un tiempo. 

Su reino no es de este mundo, pero el mío sí.

Ella nunca se hizo mayor. Yo sí.

Por eso me fumé un Marlboro con ella cada vez que la vida me quedó grande, por eso le hablé en un lenguaje imposible sobre aquello que transité: los amigos, los fracasos, las fiebres, las vocaciones, las mitologías, las literaturas.

Sobre todo lo que amé.

Sobre lo que perdí y lo que nunca pude entender.

Le doy las gracias por estas ganas inmensas y casi suicidas que manejo de vivir. De verlo todo. De escribirlo todo. 

Me fortalece esta curiosidad invencible. Me persigue la sensación de que todo está pertinentemente colocado en el enigma de la vida.

Hay días que me llevo un mal rato tremendo por una tontería y no me oye o se hace la loca. La entiendo, porque una tiene tela. Suerte que su paciencia es infinita. Le digo: “No estás a lo que estás, tía”, para chincharla. Y ella se mete en mis espejos y me saca la lengua desde dentro, como aquella vez, y ya no lloro... 

Ya lloro sólo un poquito y enseguida me río con mi primera risa, con mi vieja risa extraña que alrededor nadie entiende.