Digamos adiós a las clases medias

Digamos adiós a las clases medias

LA TRIBUNA

Digamos adiós a las clases medias

El autor reflexiona sobre la evolución de la clase media y su decadencia, que atribuye en parte a la incapacidad de la socialdemocracia y el liberalismo de mantener vivos los valores que aquella encarnaba.

18 agosto, 2020 02:44

Despedirse de la clase media es costumbre que posee ya cierta raigambre. El propio Karl Marx estaba convencido, allá por el siglo XIX, de que el capitalismo acabaría depauperando pronto a la mayor parte de sus contemporáneos, con la sola excepción de un pequeño grupo de megarricos en la cumbre solitaria de la economía.

Muchos marxistas prosiguieron décadas después cultivando igual idea: que nos acercábamos a una sociedad con solo millonarios y pobres; la realidad, más perseverante que todos ellos, fue minuciosamente refutando su predicción.

De hecho, bien cabe considerar el siglo XX, en especial sus décadas centrales, como la era de esplendor de las clases medias. Los asalariados que Marx imaginaba cada vez más arruinados y con crecientes ganas de revolución empezaron a comprarse frigoríficos y, ya puestos, apartamentitos en Torrevieja donde instalarlos; sus hijos coparon las universidades e incluso se desplazaban hasta ellas en seiscientos.

En tales circunstancias, uno no tenía tiempo para ponerse a demoler el capitalismo. Como confesó el general Franco a Vernon Walters, el principal escollo que dejaba en España contra el comunismo no era ni el ejército, ni el rey, ni las leyes: era una amplísima clase media.

Como no soy ni comunista ni ciego a la realidad (aunque ya ven que sí amante de los pleonasmos), cuando me refiera en este artículo al adiós a las clases medias no lo haré, pues, en este sentido económico-marxista, como si estuviese próxima la súbita desaparición de cuantos no tienen ingresos ni altísimos ni bajísimos. Hablaremos más bien aquí de la clase media en sentido sociológico. ¿Qué quiere esto decir?

Veamos: a medida que las predicciones comunistas sobre la clase media se fueron revelando erróneas, otro tipo de mentalidad sobre ella fue cobrando auge. Se trata de la mentalidad socialdemócrata-democristiano-liberal (el amplio espectro ideológico que cubre esta descripción proporciona ya una pista de su apabullante éxito entre 1945 y los años 80).

Ser de clase media no era solamente un número en tu cuenta bancaria. Incluía un listado de convicciones

Según este modo de ver las cosas, ser de clase media no era solamente un número en tu cuenta bancaria. Incluía, por el contrario, un listado de convicciones, un ramillete de esperanzas, cuya simple enumeración nos aclarará por qué cabe ir hoy entonando su adiós.

En efecto, ser de clase media significaba, ante todo, que estabas convencido de que tus hijos vivirían mejor que tú, así como tú irías acumulando bonanza a medida que fueras cumpliendo años.

Ser de clase media significaba confiar en la meritocracia: puede que a los muy ricos les bastase su apellido o que los muy pobres se topasen con demasiadas barreras para avanzar en la vida; pero si eras clasemediero estaba básicamente en tus manos y en tu esfuerzo prosperar.

Ser de clase media significaba confiar en la educación: ir a la universidad multiplicaba tu bienestar futuro; leer era mejor que no haber leído; saber, mejor que perorar al buen tuntún.

Ser de clase media significaba trabajar para la misma empresa toda tu vida; a menudo, incluso comprar en sus economatos, llevar a tus hijos a sus campamentos y tratar los achaques del abuelo en su mutua médica. Tampoco debías afanarte por contratar buenos planes de pensiones, convenientes seguros o atractivas ofertas vacacionales: como una bondadosa madre, la empresa para la que trabajabas solía hacerlo por ti.

Ser de clase media significaba, en suma, encontrarse moderadamente a gusto en el mundo; o, al menos, algo que se parece bastante a lo más a gusto que nos cabe a los mortales estar.

Hoy ya no es cierto que los hijos vivan mejor que los padres; a menudo los hijos sobreviven gracias a los padres

Luc Boltanski y Ève Chiapello consideran que esta apacible clase media descrita floreció durante lo que ellos llaman el “segundo” espíritu del capitalismo; un espíritu que en los últimos cincuenta años ha ido desvaneciéndose. En efecto, es muy probable que según usted, amable lector, iba leyendo las líneas anteriores, fuera embargándole cierta nostalgia por todo aquello que se ha ido esfumando a su alrededor.

Hoy ya no es cierto que los hijos vivan mejor que los padres; a menudo, de hecho, los hijos sobreviven gracias a los padres, cuya vivienda comparten hasta edad avanzada y cuyas pensiones sirven aquí y allá para tapar algún que otro agujero.

Tampoco el futuro es ya lo que era: el último barómetro Edelman, sobre confianza mundial, nos informó en enero pasado (es decir, antes de que se declarara la pandemia) de que hasta un 83 % de nuestros congéneres temía ya perder su empleo. Fiarte de que según avance tu vida laboral te irá cada vez mejor se ha convertido en una fe minoritaria al lado de una devoción últimamente mucho más exitosa: el “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”.

Ni el reconocimiento del mérito ni el aprecio por el saber cosechan entre nosotros mucho más éxito. Pocos coincidirían hoy con el sociólogo Daniel Bell cuando afirmó, en 1972, que la meritocracia era la lógica última de nuestras sociedades. Mientras que muchos daríamos la razón a su colega Michael Young, que catorce años antes había escrito una sátira deliciosa sobre un futuro hoy ya menos lejano, el del año 2033: según Young, para entonces se vería claro que la creencia en una sociedad meritocrática ejercería solo de sustituto adulto de los gnomos de nuestra infancia.

Hoy las universidades acumulan desprestigio; los expertos son cada vez más despreciados; parece de mal gusto insistir en diferenciar entre verdades y mentiras; en suma, el camino del saber y la educación, que era la autopista principal para el triunfo de la clase media, se encuentra asimismo atascado.

Súmese precariedad laboral, bajos ingresos en profesiones antaño respetables (periodismo, profesorado), dificultades de autónomos y pymes… y acaso una sospecha conquiste nuestras mentes. La sospecha de que nuestra sociedad no sabe muy bien qué hacer con sus clases medias: clases que sobreviven, sí, pero un poco como los caballeros andantes sobrevivieron gracias a Don Quijote. Añádase a tan sombrío panorama la llegada de un coronavirus tan real como los molinos y tan temible como cualquier gigante al mismo tiempo.

Todos los programas socialdemócratas, democristianos y liberales coincidían en prometer un futuro siempre mejor

Una vez que cobramos conciencia de todo esto (para lo cual son de ayuda, aparte de los citados, autores no siempre bien leídos en España como Jean Lojkine o Mario Perniola) se vuelve mucho más sencillo comprender gran parte de los avatares políticos que nos atribulan.

Siempre se ha insistido en que el fracaso de las predicciones marxianas condujo a un menguante apoyo del comunismo estrictamente marxista. De igual manera se entiende que socialdemócratas, democristianos y liberales convencionales no vivan hoy sus mejores momentos en Occidente: al fin y al cabo, todos sus programas coincidían en prometer a las clases medias un futuro siempre mejor.

Maltrechos todos esos proyectos, a veces de manera confesa (el Gobierno ya ha previsto que en España no recuperaremos nuestra, tampoco boyante, situación de 2019 hasta al menos 2023), ¿qué es lo que queda? ¿Cuál es la política que viene después de las clases medias?

Basta abrir los ojos para verlo: en lugar de planes para la mayoría de la sociedad, atención obsesiva a cada minoría. En vez de soluciones económicas que nos salven a todos, batallas culturales que nos entretengan enfrentados. Donde antes se conquistaban derechos laborales (vacaciones cada vez más largas, jornadas cada vez más cortas), hoy debes celebrar que tu carta de despido te llamará, toda respetuosa, desempleado, desempleada y desempleade.

En suma, alguien podría pensar que en el fondo Marx no erró tanto el tiro y, efectivamente, las clases medias sí hemos sucumbido; solo que, contra la predicción marxista, nuestras élites económicas no deben temer demasiado por ello. No al menos mientras Ana Patricia Botín se envuelva en la bandera feminista, Iberdrola se prodigue en publicidad ecologista y Procter & Gamble se ponga a apadrinarnos una nueva masculinidad. Estaremos demasiado ocupados en discutir entre monarquía y república, si hablar asturiano o castellano y calcular qué multa imponer a los piropos como para amenazar a nadie más que a nuestro propio futuro.

*** Miguel Ángel Quintana Paz es profesor de Ética y Filosofía Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.

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