Carles Puigdemont, en Bélgica./

Carles Puigdemont, en Bélgica./ Efe

La tribuna

Desmontando un fraude o por qué Bélgica no puede juzgar la demanda de los prófugos

La acción civil ejercitada contra el juez Llarena encubre un claro fraude de ley en tanto que, amparada formalmente por el texto de una norma, persigue un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico.

4 septiembre, 2018 01:18

En las últimas semanas, con ocasión de la demanda presentada por cinco huidos de la Justicia ante un Juzgado de primera instancia de Bruselas contra un magistrado del Tribunal Supremo de España, ha cobrado carta de naturaleza popular un concepto hasta ahora reservado al ámbito técnico: la soberanía jurisdiccional, en su doble vertiente de integridad y de inmunidad de jurisdicción.

Pretenden los demandantes que la autoridad judicial belga declare que dicho magistrado español, en su condición de instructor de una causa penal seguida contra aquéllos por rebelión y otros delitos, no ha actuado de manera imparcial y ha vulnerado los derechos fundamentales a la presunción de inocencia, a la intimidad y al honor, de los encausados.

La trascendencia de este concepto, que opera como principio aceptado universalmente, consiste en que restringe el conocimiento de determinados asuntos a la Justicia de un país y, al propio tiempo, impide que puedan ser enjuiciados por la Justicia de otros países. Integridad e inmunidad de jurisdicción son, pues, la cara y la cruz del mismo principio.

Si por jurisdicción se entiende la potestad constitucional, ejercida por tribunales independientes y predeterminados por la ley y dirigida a la satisfacción de intereses socialmente relevantes a través de un proceso preestablecido, la inmunidad de jurisdicción supone la falta o ausencia de poder frente a algo o alguien, o la imposibilidad de ejercer ese poder o la necesidad de suspender su ejercicio, e implica la no sujeción a la jurisdicción de las autoridades nacionales de un Estado en una situación en la que, de no existir aquella excepción, este último tendría una jurisdicción válida o competente para conocer del proceso de que se trate.

El principio de inmunidad de jurisdicción de los Estados, entendido como deber de los Estados de no enjuiciar a ningún Estado extranjero y derecho de los Estados a no ser sometido a juicio por otros Estados extranjeros, comporta, pues, que los tribunales de un Estado no pueden asumir ni ejercer jurisdicción sobre otro Estado.

Este principio encuentra su origen en el nacimiento de los Estados. Lo que inicialmente se predicaba del soberano o monarca -recuérdese la máxima “par in parem non habet imperium” o “entre pares no hay acto de imperio”-, se extendió primero a sus representantes en el extranjero y después al propio Estado y a sus bienes: al existir igualdad entre los Estados, ninguno puede juzgar a otro, lo que da lugar al principio de igualdad soberana, que confiere a los países igualdad en el ejercicio de la soberanía, absoluta y exclusiva sobre todo su territorio y las personas que en él se encuentren.

La inmunidad de los Estados a la jurisdicción extranjera es una cesión de parcela de soberanía que hacen los Estados entre sí para garantizar la existencia de la soberanía de la totalidad de los Estados. La plasmación formal del dicho: “No nos haremos daño”.

Han sido los tribunales los que a lo largo del siglo XIX, al conocer de litigios concretos, fueron desarrollando este principio, creando una serie de normas consuetudinarias que han sido la base sobre la que posteriormente han girado los tratados internacionales sobre la materia.

De hecho, la primera referencia se contiene en una famosa sentencia del Tribunal Supremo de los EEUU, The Shooner Exchange v. Mac Faddom 11 U.S. 116 (1812), en la que fue ponente su presidente el juez Marshall y que recogía los fundamentos de la inmunidad: “Dado que el mundo está compuesto de soberanías distintas, que poseen iguales derechos o igual independencia, y a cuyo beneficio mutuo contribuyen las relaciones que mantienen entre sí y el intercambio de los buenos oficios que la humanidad dice y sus necesidades requieren, todos los soberanos han aceptado en la práctica y en determinadas circunstancias una limitación de la jurisdicción absoluta y completa que les confiere dentro de sus respectivos territorios”.

El mismo tribunal reiteró esta jurisprudencia en decisiones posteriores, como las pronunciadas en el caso Underhill v. Hernández (1897), en que señaló que los tribunales de un país (en el caso, de los Estados Unidos) no deberían juzgar los actos del gobierno de otro país realizados en el territorio de éste. En el caso Gagara (1919), en el que se encontraba involucrado el recién nombrado Gobierno revolucionario ruso. El caso Wulfsohn (1923), que afectaba al mismo Gobierno y en la que se afirmó que este principio, más que en una especie de costumbre, se basaba en ciertos aspectos fundamentales de las relaciones internacionales. Y en los casos de la Banque de France versus Equitable Trust Co. (1929) o Arantzazu Mendi (1939).

En definitiva, la idea es que la jurisdicción de una nación en su territorio es exclusiva y absoluta –a salvo las limitaciones que la misma pueda fijar-, por lo que cualquier restricción que conlleve invalidación desde una fuente externa, sea judicial o administrativa, implicaría una disminución de su soberanía.

Y esa restricción puede materializarse tanto porque otro Estado pretenda sustraer el conocimiento de un asunto para el que es exclusivamente competente otro Estado como porque un Estado aspire a revisar la manera en que otro Estado ha ejercido su jurisdicción,

Ahora bien, si hasta la Primera Guerra Mundial, siguiendo las tesis de Estados Unidos y Reino Unido, este principio se interpretaba de forma absoluta, extendiendo la inmunidad a todas las manifestaciones externas del Estado, en 1945 comienza a perfilarse otras más restrictiva, hoy plenamente aceptada en el plano internacional y que distingue en función de que el Estado actúe revestido de poder público o imperio (iure imperii) o como simple particular (iure gestionis), limitándose la inmunidad al primer caso.

Lógicamente, esta última tesis tropieza con el problema de distinguir qué actos son de imperio y qué actos de gestión. Si estamos ante un acto que sólo puede ser realizado por un Estado o en su nombre, es un acto en el ejercicio de la autoridad soberana del Estado y no puede ser sometido a juicio de una autoridad extranjera sin atentar contra la soberanía de dicho Estado, mientras que, si se trata de un acto que podría realizar un particular, aunque se persiga una finalidad pública, el acto será un acto de gestión y sí podrá ser juzgado por los tribunales de otro Estado.

En la práctica, el problema se ha resuelto por la vía de establecer una serie de asuntos en los que los Estados no pueden invocar la inmunidad: transacciones comerciales, contratos de trabajo, consumidores, contratos de seguro, lesiones a las personas y daños en los bienes…

Conscientes sin duda de que, en virtud de este principio, un Estado no puede ser demandado ni sometido a juicio ante los tribunales de otros Estados, salvo que haya aceptado su jurisdicción expresamente en virtud de norma supranacional o convencional, o tácitamente, atendiendo a la llamada como demandado, los prófugos intentan soslayar la inmunidad a través de tres vías:

- Formulando la demanda no contra el Estado, sino contra el magistrado instructor de la causa, como persona física.

- Invocando una norma comunitaria que faculta para presentar la demanda sobre ciertas materias civiles ante los tribunales de otros Estados.

- Intentando encajar su pretensión en una de las materias civiles previstas en la norma.

La norma no es otra que el Reglamento (UE) nº 1215/2012 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de 2012, relativo a la competencia judicial, el reconocimiento y la ejecución de resoluciones judiciales en materia civil y mercantil.

Y la pretensión se plantea como una reclamación por responsabilidad civil derivada de la supuesta vulneración por el magistrado demandado de ciertos derechos fundamentales de los demandantes huidos.

Sin embargo, el montaje no resiste el más mínimo análisis. Basta leer las alegaciones realizadas para comprobar que lo que se cuestiona no es sino la corrección de las actuaciones procesales practicadas en la causa penal por el magistrado instructor, cuyas decisiones se tachan de parciales.

Después de afirmaciones tales como que “desde hace bastantes años, los miembros de minorías que persiguen una acción política a favor de la independencia de su región sufren en España violaciones sistemáticas de sus derechos fundamentales”, “España es un Estado delincuente” o “el sistema judicial ha sido hasta el momento incapaz de tratar la cuestión catalana de manera imparcial; distintas jurisdicciones de España han tomado numerosas decisiones judiciales realizando violaciones incompatibles con los valores que fundamentan la UE”, se reprocha al magistrado instructor que sus decisiones incurren en falta de imparcialidad y vulneran la presunción de inocencia o el derecho a la intimidad citando expresamente la negativa a permitir la asistencia a plenos del Parlamento catalán, las medidas cautelares adoptadas o el auto de procesamiento.

En otras palabras, la pretendida lesión por la que se solicita la responsabilidad civil se dice causada en el curso del procedimiento penal y, por ende, en el desempeño de la función jurisdiccional, esto es, en la actuación del juez como representante del Estado en el ámbito del Poder Judicial. Se trata, de modo claro y palmario, de un acto de imperio, no sujeto a examen por otros Estados.

No se ha demandado a Llarena por actos privados, como algunos han apuntado, sino imbricados en su posición de juez. 

No obsta a esta conclusión el que el magistrado se hubiese pronunciado en otro foro sobre que los encausados no lo son delitos políticos sino por acciones tipificadas en el Código Penal, desde el momento en que, al margen de la burda manipulación de la traducción, comienza aclarando que se referirá exclusivamente al caso sometido a su jurisdicción. No se trata de actos privados, como algunos han apuntado, sino imbricados en su posición como juez, sin posibilidad de disociación.

Sentado que estamos ante un acto de imperio, realizado por el magistrado instructor en el ejercicio de la potestad jurisdiccional del Estado, es obvio que no puede ser enjuiciado por ningún otro Estado en virtud del principio de inmunidad de jurisdicción.

El mismo artículo 1.1 del Reglamento 1215/12, a la hora de establecer el ámbito de aplicación la norma, tras señalar que se aplicará en materia civil y mercantil con independencia de la naturaleza del órgano jurisdiccional, prevé: “No se aplicará, en particular, a las materias fiscal, aduanera ni administrativa, ni a la responsabilidad del Estado por acciones u omisiones en el ejercicio de su autoridad (acta iure imperii).”

Como quiera que, si bien en nuestro ordenamiento jurídico la falta de jurisdicción es apreciable de oficio (artículo 38 de la Ley de Enjuiciamiento Civil), no sucede lo mismo en otros ordenamientos, para garantizar su examen conviene que se invoque ante la autoridad judicial extranjera. Ello exige comparecer ante la misma, sin que esto suponga admitir la competencia de dicha autoridad, en cuanto que tiene por objeto impugnar la competencia o alegar la existencia de otra jurisdicción exclusivamente competente.

En suma, nos encontramos ante un ardid procesal en el que, bajo el disfraz de una demanda de responsabilidad civil contra una persona física, subyace el doble propósito de apartar al juez natural del conocimiento de la causa -creando una causa ficticia de recusación, cual es el tener pleito pendiente con los ahora demandantes- y someter la actuación de los jueces españoles al enjuiciamiento de otro Estado.

Tales propósitos encubren un claro fraude de ley en tanto que, amparados formalmente por el texto de una norma, persiguen un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico, por lo que carecen de fuerza para impedir la debida aplicación del principio que han tratado de subvertir y que no es otro que el de inmunidad de jurisdicción.

Nada nuevo bajo el sol. Desnudado el muñeco y descubierto el fraude, sobra mayor comentario.

*** Manuel Almenar Belenguer es magistrado y presidente de la Asociación Profesional de la Magistratura.

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