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LA TRIBUNA

El español me sienta mejor

El autor reflexiona sobre el uso político que se ha hecho de la lengua y celebra que cada vez menos catalanes tengan miedo a expresarse en su idioma.

7 mayo, 2018 00:06

Hablar bien da buena imagen. La lengua es un elemento fundamental de la impresión que causamos en los demás, tan importante como nuestra apariencia física o las ropas que vestimos. Solemos evitar ir despeinados, o presentarnos en público sin duchar, y arrinconamos esas prendas que delatan que nuestro estado físico es francamente mejorable. Y si existiese una campaña nacional que defendiese que la construcción nacional exigía de nosotros tales sacrificios, sólo los más fieles aceptarían normalizar de tal forma su apariencia externa. Sin embargo, durante décadas, muchos catalanes castellanohablantes han comulgado con una rueda de molino semejante, renunciando al uso de la lengua que les sentaba mejor sólo por satisfacer un proyecto político catalanista que, como contrapartida, no ha perdido ocasión de humillarlos.

Por suerte esto está cambiando. El catalanismo sigue aporreándonos los oídos con el vínculo entre lengua y país, ahora a cuenta de la polémica sobre la inmersión en Cataluña, pues por vueltas que le den, la ultima ratio del argumentario de la Escola Catalana siempre acaba siendo que "el catalán es el ADN de nuestro pueblo", y que, por ende, cualquier precio es poco -en especial cuando lo pagan otros- si el catalán es el bien a promover; pero, como digo, esa mentira cotiza ya muy a la baja en el ánimo de los catalanes, y cada vez son más los que escogen hablar su lengua, con independencia de la lengua que hable su interlocutor, por la simple razón de que es la que mejor hablan y con la que mejor se sienten.

En la base de la mencionada falacia estaba la idea de estirpe romántica que vinculaba lengua y nación. Fue refutada hace tiempo: el lenguaje, por supuesto, no determina el pensamiento. Sin embargo, y de ahí su relevancia para nuestra imagen, sí le sirve de envoltura. Y ¿qué quiere decir esto? Pues que si bien afirmar que el uso de una lengua determina una manera de ser es una tontería, sí tiene cierto fundamento afirmar que determina una manera de estar y de parecer.

En la comunicación a veces importa la 'posición de poder': ahí el subordinado hablará la lengua del jefe

Esta dimensión de la lengua ha tenido en las islas británicas algunas de sus más notables expresiones. Autores como Jonathan Swift o Laurence Sterne le dieron vueltas a la "filosofía indumentaria", y fue Thomas Carlyle quien acertó a darle la expresión más singular en su Sartor Resartus, un inclasificable y genial ensayo sobre la filosofía del traje, entendiendo por tal "las vestimentas tejidas por el modelador espíritu del hombre", entre las que destaca la lengua como el traje con el que se viste el pensamiento y manifiesta un modo de ser social.

Vestido del pensamiento, manifestación de nuestro modo de ser social, de nuestro estar y parecer en sociedad… Ver la lengua que usamos como una vestimenta nos abre a nuevas perspectivas desde donde estudiar las razones por las que los seres humanos empleamos una u otra lengua, en el caso en que tengamos varias entre las que escoger. En efecto, cuando lo que está en juego es la comunicación, la elección no presenta dudas: tratamos de utilizar la lengua que nos permita hacernos entender mejor.

Las dudas empiezan cuando disponemos de más de una lengua con la que comunicarnos igual de bien, o más o menos, con nuestro interlocutor. Entonces entran en juego otros considerandos. El principal es determinar quién tiene la posición de poder en la situación comunicativa: el subordinado hablará la lengua del jefe, el vendedor la del cliente, el aspirante a prebendado la del prebendador, etcétera. Hay otro considerando fundamental, que es el de ser aceptado por una comunidad (así, en Cataluña, al no ser posible decir, por no ser cierto, "hable catalán, que en caso contrario no le entiendo", se tuvo que pasar al mensaje -subliminal en el catalanismo moderado, explícito en el inmoderado- de "hable catalán, que en caso contrario no le acepto"). Estos dos considerandos dan mucho juego, pero el tema de hoy es el de la imagen que damos a los demás, que no suele ser muy atendido.

Los catalanes no debemos renunciar al derecho de hablar en la lengua en la que somos más competentes

A este tercer considerando lo podríamos llamar "coquetería lingüística". Me refiero con ello al prurito de desear quedar bien usando una lengua, de hablarla con excelencia o de parecer siquiera lo menos ignorante posible al expresarnos en ella. Hay personas que tienen un porte, una gracia en el vestir, que cualquier cosa que se pongan les sienta bien. Otros con menos suerte hemos de escoger con tino lo que nos ponemos encima. Todos tenemos prendas que nos favorecen, que hacen resaltar nuestros aspectos favorables o disimulan los que lo son menos. Con las lenguas sucede lo mismo. Son nuestra tarjeta de presentación; unas nos hacen lucir mejor y otras peor.

Es cierto que en Cataluña la etiqueta lingüística es poco exigente. Si conversando en español alguien nos infligiese un "me se ha rompío la amoto", y el interlocutor fuese nuestro médico, nuestro abogado o el profesor de nuestros hijos, al momento adquiriríamos una prudente composición de lugar. En Cataluña esto pasa menos: los destrozos a la fonética, a la sintaxis, al léxico y a la semántica están tan generalizados también entre médicos, entre abogados y entre profesores, que los catalanes nos vemos forzados a vivir inmersos en una indigencia lingüística bastante lamentable, y de esa incuria lingüística, más allá de la irritación que nos provoca el hablante en los oídos, no inferimos inmediatamente su incapacidad profesional. Pero ya saben lo que dicen del "mal de muchos".

Que en Cataluña haya habido algún presidente regional sin sentido del ridículo o que hayamos tenido incluso la oportunidad de apreciar a otro presidente nacional recitando en público aquel "lentelamen del mon alovalla des mon" que tanto le conmovía en la intimidad, no significa que todos los catalanes debamos renunciar al derecho de hablar en todo momento en la lengua en la seamos más competentes y, por ende, en aquella que nos saque más partido, que nos siente mejor, con la que nos veamos más guapos.

Asistimos a una especie de resurgir de la autenticidad y del orgullo de hablar en la propia lengua

Estas consideraciones no deben pasar inadvertidas en el actual debate sobre bilingüismo en Cataluña, pues parecen apuntar hacia la idea de que el bilingüismo de interacción -ese modelo de bilingüismo respetuoso en el que cada interlocutor habla su lengua y entiende a quien dialoga con él en la otra lengua- es el más saludable y compatible con la libertad ciudadana.

Como anticipé, uno de los efectos positivos del procés, traca final de un proceso nacionalista larguísimo e insidioso, ha sido el liberar a mucha buena gente de la obligación de vestir unas vestiduras lingüísticas que no les sentaban nada bien. En efecto, cada vez es menos frecuente ver a catalanes hablantes de español haciendo patéticas exhibiciones de una catalanidad mistificada y malentendida. Asistimos así a una especie de resurgir de la autenticidad y del orgullo de ser quien uno es y de hablar en la propia lengua. ¡Albricias!

Esta afirmación del castellano es una noticia estupenda para Cataluña: es el paso más importante para desvincular lengua (catalana) y país (catalán), el veneno básico de esa ideología que está destrozando la Cataluña de todos. Los catalanes que tenemos el español como lengua materna, podemos conocer el catalán, pero la primera nos luce mucho más. Bienvenida sea, pues, esa "coquetería lingüística" que lo refrena a uno de ponerse una camisa que le aprieta por la sisa, o que acentúa su gordura, cuando dispone de otra que le sienta la mar la bien.

*** Pedro Gómez Carrizo es filólogo y editor.

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