La jueza Carmen Lamela tomó el jueves una de las decisiones más relevantes de nuestra historia judicial reciente: enviar a prisión provisional incondicional a ocho de los ex miembros del Gobierno de Puigdemont. En mi opinión, le asiste la razón jurídica. No tengo ninguna duda de que el mismo destino habría tenido en cualquier país democrático todo aquel que hubiera tratado de desintegrar el Estado violando de forma sistemática y a sabiendas la Constitución, burlándose abierta y reiteradamente de los tribunales, arrasando los derechos de la oposición política y gastando ingentes cantidades de dinero público en la imposición de su voluntad al margen de cualquier regla del Derecho.

Discrepo de la opinión, emitida por voces autorizadas, sobre la falta de concurrencia de los requisitos legales para acordar la prisión provisional incondicional. A mi juicio, no concurre ni uno ni dos: concurren los tres supuestos que deben acompañar (de manera alternativa, no necesariamente de forma simultánea) a la imprescindible existencia un delito grave y de indicios contra los investigados.

La praxis penal está plagada de investigados que cumplen con el primer llamamiento judicial precisamente para evitar la apreciación del peligro de fuga y luego ponen pies en polvorosa. Lo relevante para decidir sobre las medidas cautelares de los ocho de Estremera no es la comparación de que ellos acudieron a la Audiencia Nacional y Puigdemont no, sino qué riesgo de fuga es objetivable para los que comparecieron, riesgo que puede subsistir con independencia de lo que hagan otros implicados. Creo que debe tenerse en cuenta que varios de los encarcelados (Joaquin Forn, Dolors Bassa, Lluis Puig, Meritxell Borràs) se fueron con Puigdemont a Bélgica. ¿El hecho de que el jueves estuvieran ante Lamela les impedía volver a marcharse, si hubieran quedado libres? Con ese comportamiento acreditado, ¿se puede decir seriamente que el riesgo de fuga era nulo?

Me parece aún más inconsistente afirmar que no había probabilidad de destrucción de pruebas ni peligro de reiteración delictiva debido a que, al haber sido cesados como miembros del Govern, ya no tienen poder institucional para volver a incurrir en nuevos episodios de rebelión o sedición. Pero la comisión de esos delitos no requiere ser autoridad pública. De hecho, algunos de los implicados a los que se atribuye una contribución esencial al plan de secesión orquestado entre todos ellos, según se desprende de las investigaciones judiciales, no ejercen ningún cargo público: los Jordis, activadores de la movilización independentista en las calles, o Carles Viver, considerado el cerebro jurídico de la desconexión de Cataluña con España. La eventualidad de que los exconsejeros continuaran realizando presuntas actividades delictivas es bastante más que probable a la vista de su persistencia en el proyecto de ruptura unilateral durante los últimos dos años, como argumenta Lamela. Ni las resoluciones del Tribunal Constitucional ni las investigaciones judiciales en marcha han tenido efecto disuasorio alguno. ¿Es nula la capacidad de influencia de los exconsejeros sobre toda una Administración montada y controlada por ellos? ¿Desaparecen sus contactos internacionales por el hecho de haber sido cesados? ¿Podemos asegurar que carecen de acceso a elementos probatorios, teniendo en cuenta el arsenal de documentos clave encontrado por la Guardia Civil en las casas de los detenidos el 20 de septiembre (entre ellos, en la vivienda del número dos de Junqueras) en el marco de la investigación del Juzgado de Instrucción 13 de Barcelona?

Proliferan las consideraciones de que el encarcelamiento de los exmiembros del Govern contribuye a engrosar el independentismo, enciende las calles y “barre la paz” a duras penas alcanzada tras la aplicación del 155 y la convocatoria de elecciones. ¿De verdad que hay que ceder en la aplicación de la ley para tener tranquilos a los que quieren romper España? La aplicación de la ley nunca barre la paz; en todo caso, sería al revés: no quedaría paz en ningún Estado que no aplique la ley ante cualquier delito, mucho más si se trata de presuntos delincuentes que pretenden la destrucción del Estado.

Nuestra historia reciente demuestra que ha sido la aplicación de la ley -frente al terrorismo de los GAL, con la ilegalización de ETA/Batasuna, con la aplicación del 155- lo que ha garantizado nuestra convivencia y ha hecho fuerte al Estado. El día en que los jueces tengan que aplicar la ley teniendo en cuenta los factores políticos y adivinando las repercusiones que sus decisiones tendrán en unas elecciones quedará muy poco de Estado de Derecho.

Dicho lo anterior, comparto que la jueza Lamela podría haber explicado con más detalle los sobrados argumentos que tenía para decidir como lo hizo. En un proceso de esta relevancia para todos nosotros y en el que tantos ojos hay puestos no se puede ir con prisas, ni siquiera si estás de guardia y se acumulan otras causas sobre las que también hay que resolver.

Hay ocasiones en que es mejor pararse y pensar. Creo que es lo que debió hacer la instructora cuando supo, durante la declaración del primer compareciente, Jordi Turull, que el Tribunal Supremo había suspendido el interrogatorio de los miembros de la Mesa del Parlament por el mismo motivo que alegaron los exmiembros del Govern: que habiendo recibido 24 horas antes la querella de la Fiscalía no habían tenido tiempo para preparar su defensa.

El derecho a defenderse forma parte del núcleo duro del proceso justo. La decisión de Lamela de celebrar pese a todo las declaraciones que tenía previstas encendió alarmas en la Fiscalía General “porque luego viene Estrasburgo”, dicen en referencia al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

“Una de las grandes desventajas de la prisa es que lleva demasiado tiempo”, escribió Chesterton. Tener que arreglar lo que se hace de forma apresurada es peor que tardar un poco más en hacer lo que se debe. Lamela, que pensaba llamar a declarar a los exmiembros del Govern para la semana que viene, adelantó la citación para acompasarla a la realizada por el instructor del Supremo, Pablo Llarena, después de hablar con él. Dentro de la independencia indeclinable de cada juez, esa coordinación es positiva. Lo que genera cierto asombro es que, ante la misma situación de hecho, en un extremo de la Plaza de la Villa de París se resuelva de una manera y en el extremo opuesto, de la contraria. Hagamos caso a los clásicos.