Ante la magnitud del horror en Gaza, los principales actores de la comunidad internacional no pueden seguir mirando hacia otro lado.
Durante los últimos meses ha sido constante el flujo de testimonios, imágenes e informaciones que, más allá de cualquier sesgo o propaganda interesada, describen una realidad innegable: se está perpetrando una agresión indiscriminada contra la población civil palestina.
No cabe duda de que Hamás instrumentaliza el sufrimiento de los palestinos, ni de que muchos datos pueden llegarnos sesgados o manipulados.
Pero la privación o retención de la ayuda humanitaria a la población de la Franja de Gaza ha supuesto nuevas cotas de crueldad. Y no digamos ya el abrir fuego militar contra los civiles congregados en los puntos de distribución de víveres, como sucedió en junio en Rafah.
La interceptación del barco Handala este sábado, que intentaba entregar la ayuda humanitaria a una población famélica, es sólo el último ejemplo de una política de sitio despiadada. En palabras de José Manuel Albares, estamos ante una "hambruna inducida".
Los más damnificados por esta hambruna son los niños gazatíes, miles de los cuales, según organismos como UNICEF padecen malnutrición severa. Y varias decenas de ellos habrían muerto de inanición en los últimos días.
Ante tales devastadoras estampas, los anuncios como el de este domingo de pausas tácticas diarias para permitir la entrada de convoyes llegan tarde y resultan a todas luces insuficientes tras meses de bloqueo.
No ha habido nada comparable en la historia reciente: una masacre que se desarrolla a plena luz del día, frente a las cámaras y ante los ojos del mundo entero. Que está asistiendo, en tiempo real, a una operación militar que ha desbordado cualquier justificación defensiva y que ha devenido en castigo colectivo.
Ante esta deriva, la posición europea empezó a mostrar signos de cambio. La decisión de la Unión Europea de revisar el Acuerdo de Asociación con Israel si no se garantiza la entrada de ayuda humanitaria en Gaza es un paso relevante, aunque todavía insuficiente.
Denunciar la brutalidad del ejército israelí no equivale a minusvalorar la atrocidad del 7 de octubre, desencadenante del último estallido del conflicto. Pero no se trata de elegir entre una barbarie u otra.
Porque hay líneas de elemental humanidad que no pueden cruzarse. Ni siquiera el fin de librarse de los terroristas más salvajes justifica los medios empleados por el gobierno de Benjamin Netanyahu.
Y estos son medios atroces. La intensidad de la venganza de Netanyahu ha escalado a niveles aberrantes, dejando cada vez más imágenes que resultan insoportables para la condición humana. Y que deben avergonzar a cualquiera que sienta simpatías por el Estado de Israel.
Simpatías que el propio gobierno israelí se está encargando de diezmar, alienando a cada vez más países, incluso aliados históricos, de su causa.
La vergüenza es doble por el hecho de que esta crisis humanitaria no está siendo perpetrada por una autocracia paria del orden mundial, sino por un régimen democrático.
Lo cual viene a evidenciar que no hay mecanismos de gobernanza global capaces de frenar el desacato de un Estado al derecho internacional. Y que la ONU es un tigre de papel sin autoridad real para detener esta clase de desafueros.
Pero si la ONU es impotente, la UE y Estados Unidos no lo son. Tienen influencia diplomática, recursos económicos y alianzas estratégicas que pueden y deben movilizar de inmediato. Además de capacidad de presión política y económica, con instrumentos como la mentada revisión del Acuerdo de Asociación.
Ante situaciones de injusticia, la inacción es una forma de complicidad. Y la historia juzgará severamente a los países europeos y al principal socio de Israel si no resuelven actuar de emergencia para detener la matanza en Gaza.