Parece inevitable pensar que Juan Carlos I se ha disparado en el pie al interponer una demanda contra el expresidente cántabro Miguel Ángel Revilla por las "expresiones injuriosas" que el político habría dirigido contra el monarca entre los años 2022 y 2025 "en distintos medios de comunicación".

No resulta fácil comprender por qué el Emérito ha escogido a Revilla como destinatario de su reclamación cuando son docenas los políticos y los personajes públicos que han hablado de él a lo largo de los últimos años en términos similares a los del expresidente autonómico cántabro.

Tampoco resulta fácil comprender qué pretende conseguir Juan Carlos I con esta demanda. ¿Quizá lanzar un aviso a los navegantes que puedan sentirse tentados de arremeter contra su figura, precisamente ahora que España parece haber pasado página de los escándalos protagonizados por el Emérito durante los últimos años?

¿Ahora, precisamente, que Felipe VI ha rehabilitado entre los españoles el prestigio y la imagen de la monarquía gracias a un comportamiento intachable, ejemplar y de plena dedicación al servicio público?

Porque incluso en el caso de que Revilla sea condenado al pago de 50.000 euros, la cantidad que reclamará el Emérito si el acto de conciliación previo previsto por la ley no da fruto, el juicio será un caramelo para el amarillismo mediático.

Y el foco mediático no estará puesto sobre Revilla, como demandado, sino en el propio Juan Carlos, como demandante. En Juan Carlos, y en los puntos oscuros de su reinado. Una buena cantidad de los cuales pueden encontrarse en el libro sobre Emilio A. Manglano, antiguo consejero del rey y director del CESID.

Revilla ha acusado al Emérito de "mezquindad" y ha afirmado que, de no ser "inviolable", ya habrían juzgado a Juan Carlos I "por cinco delitos". Está en su derecho de defenderse mediante las herramientas a su alcance. Esas a las que hoy Juan Carlos I no tiene acceso o de las que no puede hacer uso sin devaluar todavía más su imagen.

Lo cierto, también, es que los escándalos del rey Emérito habían quedado relegados a un segundo plano informativo por los casos de corrupción que afectan al actual Gobierno socialista, de consecuencias bastante más graves para los españoles. Pero la demanda logrará que estos vuelvan a la portada de los medios de prensa.

La iniciativa de Juan Carlos I, tras la que puede intuirse un torpe intento de restaurar una imagen pública que quedó sentenciada, para lo bueno y para lo malo, hace ya años, sólo puede tener consecuencias dañinas para él mismo y de forma indirecta para la institución que hoy encabeza su hijo Felipe VI.

Aunque sólo fuera por eso, el rey Emérito debería haber meditado con más inteligencia y templanza su iniciativa.

Nada bueno para él, para la monarquía y para los españoles saldrá de esta iniciativa, salvo ruido mediático, tertulias histriónicas y toneladas de demagogia.

Del río revuelto se aprovecharán, además, otros populistas, socios del Gobierno de Pedro Sánchez, cuyo objetivo desde hace años no es él mismo, sino la institución de la monarquía.