Los atentados terroristas del 7 de octubre, perpetrados por el tentáculo terrorista iraní Hamás, marcaron un antes y un después en la historia de Israel. Los yihadistas asesinaron a más de 1.200 personas y secuestraron a casi 250. El primer ministro Benjamin Netanyahu anunció una guerra sin cuartel para aniquilar la organización que rige Gaza por todos los medios necesarios, lo que incluye bombardeos sobre las posiciones donde los terroristas se esconden dentro de la Franja, densamente poblada.

Israel siempre llamó a la población gazatí a abandonar sus casas para reducir el número de víctimas civiles. Las acusaciones de genocidios son pobres. Pero la realidad es devastadora. Las imágenes de la destrucción recorren el mundo y a nadie se le escapa que esto formaba parte de los planes terroristas de Hamás. Esto explica que los islamistas colocaran los objetivos militares en escuelas y hospitales, para multiplicar las muertes de los palestinos en la retaguardia, hasta hacerlas insoportables también a ojos de Occidente.

A las imágenes terribles, a menudo emitidas por medios de comunicación afines, se suman los datos inflados por Hamás para dañar la imagen de Israel en el mundo. De hecho, que Netanyahu estableciese el bloqueo informativo e impida la entrada de reporteros independientes en Gaza es de poca ayuda para el acceso a información fiable. Y la propaganda islamista campa a sus anchas.

De modo que Hamás lo está consiguiendo. Cada vez son más las voces críticas contra Israel, incluso entre aliados tradicionales, y cada vez son menos los que recuerdan las muestras de la barbarie de Hamás. Dentro de la Unión Europea hay división de criterio, con España a la cabeza de las críticas, y en Estados Unidos tratan de mediar para que Israel rebaje la intensidad de sus ataques, especialmente los aéreos, en un complejo equilibrio entre el apoyo a su principal aliado en Oriente Próximo y la diplomacia con sus socios árabes.

Lo que está revelando esta guerra es que Hamás tenía un plan tan macabro como bien medido, que contaba con las reacciones más plausibles tanto en el mundo árabe y occidental como dentro de Israel. Para esto último, los terroristas incorporaron un factor decisivo: los secuestrados. Todavía quedan 129 rehenes israelíes para ejercer una enorme presión sobre Netanyahu. Y la muerte reconocida esta semana de cuatro de ellos en un operativo de las Fuerzas israelíes, causados por lo que parece un error de los soldados sobre el terreno, compromete más si cabe la posición del Gobierno.

Es comprensible la postura de las familias de los secuestrados. Miles de ciudadanos salieron a la calle en Tel Aviv para exigir negociaciones con los terroristas. No les importa la destrucción de Hamás, sino la liberación de sus seres queridos y la recuperación de los cuerpos de quienes hayan muerto. La única manera de conseguirlo más pronto que tarde es accediendo a las exigencias de los terroristas. Pero estas serían con toda probabilidad inaceptables y, todavía peor, poco aconsejables para la seguridad nacional de Israel.

Resignarse a sus condiciones sería dar la victoria a Hamás y claudicar ante el terrorismo internacional. Y Netanyahu no puede ni permitirlo ni permitírselo. Tampoco los europeos.

Una parte significativa de la comunidad internacional reclama un alto el fuego prolongado o definitivo. Los medios estadounidenses informan de que la Casa Blanca quiere que la guerra no se alargue demasiado. Pero hay que ser claros. Lo que menos le conviene a Israel y Occidente es un cierre en falso de esta guerra. Que Gaza quede reducida a escombros y Hamás con pulso, para regocijo de sus enemigos. Que los rehenes no vuelvan a casa y que Israel desarrolle mayores tensiones internas.

El propósito tiene que ser el establecimiento de una paz duradera. Pero los apoyos a Israel son cada vez más débiles. El tiempo está del lado de sus enemigos. Y no hay una solución atractiva a la vista ni para Israel ni para los palestinos, los otros rehenes de los yihadistas.