Desde que las tropas rusas comenzaron a sufrir reveses en suelo ucraniano, muchos especularon con que el Kremlin podría arrastrar al Estado títere de Bielorrusia a la guerra. Pero, de momento, Minsk no se ha mostrado interesada en una intervención directa en el conflicto. Al fin y al cabo, la mayoría de los bielorrusos condenan la agresión y rechazan que su país contribuya al esfuerzo militar de la campaña de Putin.

Pese a ello, Bielorrusia sigue desempeñando su papel de patio trasero de Moscú. Ayer el presidente ruso anunció un acuerdo con el país vecino para desplegar armas nucleares tácticas su territorio.

Putin aseguró haber estacionado en el "hermano pequeño" de Rusia diez aviones capaces de transportar armas nucleares tácticas y haber transferido varios sistemas de misiles tácticos Iskander. Y adelantó que Moscú completará la construcción de un silo de armamento nuclear el próximo 1 de julio.

El Kremlin ha movilizado en sus terminales mediáticas el relato con el que habitualmente justifica sus fechorías: Rusia no hace más que responder a lo que ya hace Occidente en los países miembros de la OTAN. 

Por eso dijo ayer Putin en la televisión pública rusa que "hacemos lo mismo que ellos hicieron durante décadas". Un pretexto falaz que olvida que el armamento desplegado en suelo europeo no es más que el paraguas de defensa del que gozan los aliados atlánticos desde el final de la Guerra Fría.

Además, al no ceder Moscú el control del armamento, puede argumentar que no está violando los tratados de no proliferación nuclear. El anuncio del despliegue debe entenderse también como una respuesta del Kremlin a la entrega al ejército ucraniano por parte de Reino Unido de munición con uranio empobrecido.

La construcción del almacén de armas nucleares tácticas es ante todo la confirmación de que Bielorrusia es ya de facto una provincia militar rusa, absorbida enteramente por su vecino.

Ciertamente, la Rusia de Putin siempre ha tratado a esta exrepública soviética como una extensión de su propio territorio. Sólo que, a diferencia de Ucrania, la dictadura de Aleksandr Lukashenko es un régimen aliado, por lo que Moscú no tiene ninguna necesidad de ocuparla.

No se puede olvidar que Bielorrusia ha ayudado a su "hermano mayor" desde el primer momento de la guerra. Desde su territorio se inició la invasión y de allí partieron las tropas rusas, que bajo la mascarada de unos ejercicios militares conjuntos encubrieron la inminente intervención que buscaba atacar Kiev desde el norte.

Además, Moscú se ha servido de las infraestructuras bielorrusas para abastecer a su ejército en el frente en Ucrania. Minsk también ha prestado ayuda en forma de efectivos y munición.

Si el tribunal de La Haya emitió acertadamente una orden de arresto contra Putin, no se entiende que no la haga extensible al gobierno vasallo que alimenta la maquinaria bélica rusa. Lukashenko también lidera un Estado promotor del terrorismo. Y debería responder ante la Corte Penal Internacional por ser cómplice de crímenes de guerra.

Por su parte, los países europeos tienen que aumentar las sanciones sobre Minsk, para que no pueda seguir actuando como un testaferro que le permita a Moscú burlar los bloqueos en las cadenas de suministro de armas y bienes mediante el contrabando. Como ha dicho recientemente la líder de la oposición a Lukashenko Sviatlana Tsikhanouskaya, "no habrá una Ucrania libre mientras no haya una Bielorrusia libre".

En cualquier caso, que Putin haya dado orden de desplegar armamento nuclear táctico no significa ni mucho menos que esté pensando en usarlo. De hecho, la probabilidad de que lo emplee en Ucrania es muy remota y no hay ningún indicio que invite a pensar lo contrario. Porque sabemos que en el cálculo del Kremlin, hacerlo les reportaría muchos más costes que beneficios.

Sin embargo, es muy probable que Putin vaya a seguir jugando con la amenaza de la escalada nuclear para alimentar el ciclo informativo en los países aliados occidentales.

Generando la ficción de una escalada inminente, Moscú intenta jugar con el miedo en los socios euroatlánticos temerosos de que su apoyo a Ucrania pueda tensionar más el conflicto. Y Putin sabe que lo que más puede contribuir a este miedo es la amenaza nuclear, porque sabe que especialmente en EEUU y en parte de la opinión pública europea hay una gran sensibilidad hacia la cuestión nuclear que contribuye al impacto de su ardid.

No es casualidad que Putin esté agitando el espantajo nuclear sólo cuatro días después de haberse reunido con Xi Jinping. Con sus anuncios intimidatorios, el Kremlin hace valer la baza de su amistad con China, que se ha convertido su único salvavidas. Un mensaje que responde a la jugada con la que Moscú pretende empujar a los socios occidentales a tomar en consideración el "plan de paz" chino.

Pero no hay que olvidar que Moscú y Pekín comparten el interés de acabar con la hegemonía global occidental, y que el plan de Xi es abiertamente simpático a los intereses de Rusia.

Por ello, los líderes europeos no deberían dejarse coaccionar por los órdagos de Putin, ni tampoco dejarse engatusar por la hipócrita mediación de China. Pedro Sánchez, que este jueves será el primer dirigente en viajar a Pekín para discutir con Xi el plan para Ucrania, debe tener esto en cuenta y mostrar templanza y determinación frente a las malas artes de las autocracias orientales.