Lamentar la indudable decadencia de Reino Unido pocas horas después de la dimisión de Liz Truss, la primera ministra más breve de la historia del país, puede parecer ventajista. Pero no es más que realismo. 

Seis años después del referéndum del brexit, Reino Unido es hoy un país casi caricaturesco, desarbolado, sin rumbo ni proyecto, y sometido a esos vaivenes grotescos que uno sólo imagina en Estados carcomidos por el populismo y que han convertido la inestabilidad en rasgo de carácter nacional. 

Es probable que a Liz Truss, que quiso ser la Margaret Thatcher de la década de los 20, le hayan traicionado sus prisas por lograr en un mes lo que la Dama de Hierro tardó tres años en lograr: revertir el deterioro que su país había sufrido tras once años de gobiernos laboristas (encabezados por Harold Wilson y James Callaghan) sólo interrumpidos por los años del conservador Edward Heath (1970-1974). 

Sería igualmente injusto atribuir la caída de Truss a su agresivo plan de rebajas fiscales dado que no fue este el que generó el pánico en los mercados, sino más bien el hecho de que el proyecto de la premier británica no fuera acompañado de una consecuente reducción del gasto público.

Truss no cae por rebajar los impuestos a los ricos, sino por aumentar brutalmente el déficit, pretendiendo además cubrir la caída de ingresos fiscales con un incremento de la deuda, lo que hizo aumentar el precio de la financiación y provocó el desplome de la libra. Algo que su equipo intentó corregir cuando ya era tarde para ello y el Banco de Inglaterra había gastado miles de millones intentando estabilizar el mercado de fondos de pensiones. 

Pero todo eso, unido al evidente estado de desconcierto y cainismo enloquecido de un Partido Conservador que ahora vuelve la vista hacia Boris Johnson después de haberlo expulsado del 10 de Downing Street, no puede ocultar el hecho de que Liz Truss jamás dio la sensación de ser la líder que el Reino Unido necesita para salir de la crisis que vive el país desde su salida de la Unión Europea. 

Como recordaba ayer el diario británico The Guardian, Liz Truss, que apenas ha durado 45 días en el cargo, es la tercera dirigente conservadora, tras el propio Johnson y Theresa May, en fracasar en su intento de sacar a su país del bloqueo político, económico y social que vive tras el referéndum del brexit. 

El Reino Unido tendrá ahora su tercer primer ministro en apenas ocho semanas, un hito que uno esperaría ver en la convulsa Italia, pero no en el principal aliado de EEUU en Europa y, todavía, sexta potencia económica mundial.

No ayuda a generar confianza el estado de ruina que amenaza al Partido Conservador, donde se ha perdido toda disciplina de partido, y que intentará evitar por todos los medios una convocatoria de elecciones generales ahora que los sondeos dan una victoria aplastante para los Laboristas.

Los legados de los 45 días de gobierno de Truss son unos tipos de interés más elevados, una libra más débil, un aumento sensible del coste de las hipotecas y otro aumento significativo del riesgo de pobreza entre la población británica más vulnerable.

El sentido común parece recomendar la convocatoria de unas elecciones generales que clarifiquen el escenario político y saquen al país del bloqueo en el que se encuentra hoy. Pero todo parece indicar que los conservadores escogerán ahora a su cuarto primer ministro en siete años. La pregunta es para qué.