La cumbre internacional de la ciudad uzbeka de Samarcanda ha acogido esta semana varios sucesos para la historia. Uno, la primera salida de China del presidente Xi Jinping desde el reconocimiento de la pandemia de coronavirus a comienzos de 2020. Dos, el primer encuentro entre Vladímir Putin y Xi desde que el exagente del KGB voló a Beijing para recibir una autorización previa a la ocupación de Ucrania. Y tres, la constatación de que ni siquiera los aliados esperables de Rusia están por la labor de fingir comprensión, empatía o compasión por su evidente fracaso.

Sostuvimos en un editorial anterior que era previsible que Putin proyectara más gestos y proclamaciones de complicidad con Xi de los que recibiera. No nos equivocamos. Los guiños de amistad no han cambiado, pero si el Kremlin albergaba la esperanza de arrancar una promesa de colaboración de Beijing, algo más que verbos de apoyo o consuelo, la realidad se ocupó de enterrarla.

Tan lejos estuvo de escucharla que salieron de los labios de Putin palabras que confirman el cada vez peor disimulado malestar de su principal aliado. A destacar, el reconocimiento público de que entiende “las preguntas y preocupaciones” chinas sobre Ucrania. Lo que significa que existen. 

No fue necesaria la enumeración para adivinar que guardan relación con el plan a largo plazo de Xi para su país. Porque China está enfrascada en una misión exigente, que requiere de muletas sólidas en todos los continentes, y que incluye proyectos tan ambiciosos como la nueva Ruta de la seda.

Y en este sentido Xi, que en otoño tiene que ser revalidado por el Partido y que no anhela precisamente problemas o distracciones externas, necesita lo mejor de Moscú para erosionar la unidad atlántica y desplazar a Estados Unidos como principal potencia hegemónica. Pero Rusia, empobrecida y todavía traumatizada por el colapso soviético, está llenando de piedras el sendero marcado por Beijing.

¿Quién manda?

Tampoco perdona sus derrotas India, que esta semana se ha convertido en la quinta potencia económica del mundo, tras adelantar a la antigua metrópoli británica. Cargado de argumentos, su primer ministro, Narendra Modi, ha reprochado a Putin, ante cámaras y periodistas, que “no es época de guerras”.

Su declaración cobra significado por dos motivos. El primero, porque Putin encarcela a los rusos que emplean la palabra guerra, en un esfuerzo inequívoco por silenciar las críticas e imponer una verdad pública en el país. El segundo, porque confirma la transformación de Rusia en un paria internacional.

Es cierto que India se convirtió en uno de los principales compradores de su gas en el primer semestre de 2022, tras la aprobación de las durísimas sanciones occidentales. Pero nunca fue una relación entre pares, sino entre un comprador poderoso y un vendedor desposeído, desesperado por sustituir el mercado europeo por el asiático y dispuesto a exportar sus recursos a precios casi filantrópicos.

Si la cumbre de Uzbekistán era importante se debía, en fin, a la pregunta que se planteó Occidente a comienzos de semana. ¿Quién está por la labor de cargar con los crímenes de la Rusia de Putin en Ucrania? Parece que China e India sí. Pero lo que no están dispuestos a soportar es su ratificada inoperancia.