Pocos británicos imaginaban en 1952, cuando accedió al trono con sólo 25 años tras ser coronada en la abadía de Westminster, que Isabel II se convertiría en la monarca más longeva de la historia de Inglaterra.

La tercera de hecho a nivel global tras dos hombres: Bhumibol Adulyadej de Tailandia, que reinó en su país durante 70 años y cuatro meses, y Luis XIV de Francia, que lo hizo durante 72 años y tres meses. Nadie descarta ya que Isabel II los supere a ambos. Para hacerlo, sólo necesita llegar como reina hasta mayo de 2024. 

Hoy jueves empiezan las celebraciones por el Jubileo de Platino de la reina de Inglaterra. Es decir, por sus siete décadas en el trono. 

Tras setenta años como reina, y habiendo visto pasar por las estancias del palacio de Buckingham a catorce primeros ministros, Isabel II se ha convertido por derecho propio en un símbolo eterno de la Inglaterra del siglo XX y principios del XXI de la misma forma que lo han sido Winston Churchill o Margaret Thatcher.

Ni siquiera la reina Victoria, que dio nombre a la era victoriana, la cúspide del Imperio británico, puede competir con Isabel II en impacto político y cultural. 

La reina no llega a su Jubileo en plena forma. Sus apariciones públicas se han reducido al mínimo por sus achaques de salud (el término oficial utilizado por el personal de palacio es el de "problemas de movilidad episódicos"), pero se espera que Isabel II se deje ver en al menos alguno de los cuatro eventos principales previstos para este Jubileo. 

Egoísmo frente a responsabilidad

No es hora aún de hacer balance del reinado de Isabel II. Pero el hecho de que su Jubileo haya coincidido en el tiempo con la todavía reciente visita de Juan Carlos I a España invita a alguna que otra reflexión. 

Y la primera y principal de ellas es la evidente y muy llamativa diferencia en la manera que ambos monarcas han ejercido su papel de jefes de Estado.

Porque mientras Isabel II ha consagrado su vida a la preservación de la institución monárquica y a la representación de todos los ciudadanos británicos y de la Commonwealth, Juan Carlos I ha optado sin embargo por dilapidar su prestigio con una conducta personal imposible de defender con argumentos adultos y por un egoísmo rayano en la irresponsabilidad durante sus últimos años de vida.

Egoísmo del que es víctima, en primer lugar, su hijo, el rey Felipe VI. En segundo lugar, su nieta Leonor, la princesa de Asturias. En tercer lugar, la propia institución monárquica. Y en cuarto lugar, los ciudadanos españoles. 

Es cierto que las circunstancias de ambos han sido muy diferentes. Isabel II llegó al trono mientras el país se recuperaba de las consecuencias de la II Guerra Mundial y asumía poco a poco su condición de eximperio, mientras Juan Carlos I se topó con una España salida de cuarenta años de dictadura y en la que la democracia, frágil y muy tierna, estaba todavía por consolidar. 

Pero es innegable que los errores de Juan Carlos I han sido más y más dañinos, personal e institucionalmente, que los de una Isabel II que llegó a poner la institución de la Corona por delante de sus intereses personales en varias ocasiones a pesar de los graves perjuicios personales y familiares que ello le comportaba. 

Felipe VI no es Juan Carlos I. Mucho menos lo es la princesa Leonor de Borbón. Pero si algún modelo ha de tener esta, ese es más el de Isabel II que el de su abuelo, el rey emérito.