El ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas (y el Pentágono) permanece en el recuerdo como un trauma para Occidente. Por las imágenes de la brutalidad y por los 2.977 muertos que se cobró. Fuimos testigos de un acto de guerra perfectamente coordinado y ejecutado en el corazón de Manhattan, retransmitido en directo y a la vista de cualquiera, contra los cimientos del triunfo del capitalismo y el esplendor del siglo americano, sostenido sobre las gloriosas intervenciones de Estados Unidos en las dos guerras mundiales.

La Administración Bush juró venganza contra los autores de la masacre. Tanto es así que Estados Unidos forzó la ocupación de Afganistán, situó a Al Qaeda en el centro de la diana y prometió dar caza al ideólogo del 11-S, Osama bin Laden, a cualquier precio. Pasaron diez años hasta que dieron con él, y no hubo imágenes de la ejecución y tampoco entierro.

Veinte años después de la ocupación, y a la luz de la desastrosa salida de Kabul, comprobamos que Bin Laden consiguió parcialmente su objetivo. A fin de cuentas, fue quien empujó la primera ficha de la decadencia americana. Lo observamos con claridad ahora que somos testigos de la continuación de su obra: los talibán están de vuelta en el Gobierno afgano y alardean de ello sin reparos en el vigésimo aniversario del atentado.

Con todo, estas dos décadas aportan la perspectiva adecuada para constantar que han sido muchos los logros desde entonces, y que estos alumbran la necesidad de seguir combatiendo el terrorismo dentro y fuera de nuestras fronteras. Occidente, especialmente Europa, cometerá un error si se desentiende de esta realidad. Porque si bien vivimos una tregua con interrupciones del yihadismo, la guerra contra el terror está lejos de haber terminado.

Terror en casa

Europa ha sufrido la ferocidad del terrorismo yihadista en sus propias carnes. Con las diez bombas que estallaron en cuatro trenes de cercanías el 11 de marzo de 2004 en Madrid. Con las explosiones en el metro de Londres en 2005. Con la masacre de Bataclan en París en 2015. Con los atropellos indiscriminados en Niza, Cambrils y Barcelona en 2016 y 2017.

Occidente ha invertido miles de millones de dólares y ha sacrificado la vida de miles de soldados para impedir que el terror traspase las puertas de casa con más frecuencia. Y los cuerpos policiales y los servicios de inteligencia han realizado un trabajo extraordinario para detectar y aplacar cualquier semilla del mal que pueda germinar en nuestras fronteras.

Aminorar o renunciar a estos esfuerzos sería un error imperdonable que pagaríamos demasiado caro a estas alturas de la carrera. Si de algo se alimenta el terrorismo, reducido a acciones de lobos solitarios en los últimos años, es del desistimiento de las sociedades. Y este es un lujo que nuestros países no pueden permitirse. No si aspiramos a contener con eficacia las amenazas contra la seguridad nacional para garantizar la paz social.

Nuevo tablero

Resulta preocupante la inestable situación en el Sahel, que marca la primera frontera de seguridad de los intereses europeos. La frecuencia de los atentados yihadistas se han septuplicado en cuatro años y los grupos armados están ampliando sus zonas de influencia y control. Francia, que sirve de muro de contención en la región, muestra señales de repliegue y agotamiento, y la amenaza migratoria y terrorista contra nuestras fronteras es cada vez más real.

Tampoco invita a la tranquilidad el retorno al poder de los talibanes con el respaldo de Pakistán. Afganistán amaga con convertirse en el puerto de salida del próximo gran éxodo de migrantes y el verdadero semillero del terrorismo internacional tras el fracaso sin paliativos de Occidente. China, inmersa en el súperproyecto de la Ruta de la seda, quiere sacar partido del abandono. Y con toda probabilidad enfrentará el desafío de no convertirse en la próxima diana del yihadismo en el nuevo tablero.

Sea como fuere, la experiencia posterior al 11 de septiembre nos ha enseñado que la guerra contra el terror requiere de recursos y de perseguir a nuestros enemigos allá donde se encuentren. Como nos recuerda el ataque contra las Torres Gemelas dos décadas más tarde, Occidente no puede bajar la guardia. Sería imprudente, en fin, dormirse en los laureles y echar por tierra el empeño de tantos años