ERC y Junts han llegado a un acuerdo para la formación de Gobierno en Cataluña tras varias semanas de tira y afloja. Tira y afloja más destinado al consumo de sus respectivos públicos que fruto de una verdadera negociación por la adjudicación de las catorce consejerías del Ejecutivo autonómico. 

Se trata de un pacto amasado en Waterloo, hogar del prófugo de la Justicia Carles Puigdemont, y en las celdas de la prisión catalana de Lledoners, donde cumplen condena los líderes del golpe contra la democracia de septiembre y octubre de 2017.

Son ellos, Puigdemont y los presos, los que a pesar de la victoria del PSC en las elecciones del 14 de febrero han decidido que Cataluña continúe atascada por cuatro años más en ese ruinoso callejón sin salida que es el procés separatista.

Ningún catalán sensato, ni siquiera aunque milite en el separatismo más intransigente, puede alegrarse de un acuerdo que promete no solucionar ninguno de los graves problemas que afectan a la comunidad catalana, pero sí agravarlos aún más si cabe

Aragonès, el pato cojo

Paradójicamente, ha sido el próximo presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, el que menos influencia ha tenido en el desarrollo de los acontecimientos. Algo que le convierte en un pato cojo político incluso antes de haber asumido el cargo.

Por supuesto, ese ha sido el objetivo de Puigdemont desde un primer momento. Deslegitimar la presidencia de Aragonès y vender la idea de que este es sólo un testaferro con honores de su Consejo de la República. Es decir, convertirlo en un Quim Torra II. ¿Con qué autoridad negociará ahora Aragonés con el Gobierno?

De nada han servido en cualquier caso los órdagos de ERC, que amenazó con gobernar en solitario si no se llegaba a un acuerdo rápido. Algo más han servido (a la vista está) los de Junts, a pesar de su intrascendencia desde el momento en que los sondeos vaticinaban para la formación de Puigdemont cuatro o cinco escaños menos en unas hipotéticas nuevas elecciones autonómicas.

Pero ni lo uno ni lo otro puso jamás en riesgo lo que era un desenlace cantado desde el momento en que los partidos separatistas sumaron una amplia mayoría el pasado mes de febrero.

Es decir, el de un pacto entre las dos principales fuerzas separatistas. El único posible, dado el terror de ERC a ser calificada de traidora al procés por los exconvergentes, y dada la debilidad de un Junts que se vio superado por los republicanos y que no tenía por tanto mayores argumentos a su favor para negarse a un pacto con ellos.

Un Gobierno en precario

El pacto entre ERC y Junts (tutelado, una vez más, por los radicales de la CUP) coloca en una situación muy precaria a un Gobierno que habría tenido mucho más fácil conceder el indulto a los golpistas del procés con un Ejecutivo formado por ERC, PSC y Podemos.

Porque cualquier privilegio que se conceda ahora al Gobierno de la Generalitat por parte del Ejecutivo de Pedro Sánchez será interpretado como un gesto de sometimiento a una autoridad regional neta y abiertamente separatista y cuyo objetivo es minar la fortaleza de la democracia constitucional hasta que esta sea incapaz de defenderse de aquellos que pretenden sustituirla por un régimen de distinto signo. 

Tras el fracaso de la operación Illa, de las mociones de censura en Murcia y Castilla y León, de la espantada de Pablo Iglesias y de la aplastante victoria de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, este pacto tensa aún más la política de pactos del PSOE y dinamita la táctica de geometría variable en la que basaba su acción de gobierno.

Ahora, con una ERC echada al monte y con un Junts sin incentivo alguno para ceder un solo milímetro en sus demandas de máximos (referéndum de independencia, indulto para los presos y retorno de Puigdemont a España sin cargos de relevancia), el PSOE se ve en la paradójica posición de rehén de un prófugo y de un puñado de presos.

Porque sin apoyo separatista no hay estabilidad parlamentaria y sin estabilidad parlamentaria las elecciones generales anticipadas están varios pasos más cerca de lo que lo estaban ayer. 

Gana Puigdemont (como siempre)

Aunque ERC y Junts se han curado en salud escenificando un empate entre ambas formaciones, lo cierto es que el ganador del acuerdo ha sido un Carles Puigdemont que se queda con las Consejerías de Economía, la de Sanidad, la de Justicia y la de Acción Exterior.

Es decir, la Consejería que la vieja Convergencia saqueó hasta la extenuación, la que les permitirá capitalizar el rédito de la vacunación, la que negociará los indultos de los golpistas y la que controla las embajadas desde las que se genera la propaganda que día a día mina la credibilidad del Estado español en los medios extranjeros. 

ERC se queda, por su parte, entre otras Consejerías menores, con la de Interior. Es decir, con la que, de acuerdo con el pacto alcanzado con la CUP, se encargará de desmantelar la actual estructura de los Mossos d'Esquadra. Un peligro al que resulta difícil quitar importancia dada la condición de Cataluña como nido y refugio del yihadismo internacional, y de varios grupos violentos de extrema izquierda.  

El acuerdo entre ERC y Junts es, en fin, tan pésimo para el Gobierno como para los ciudadanos españoles. Con una ERC rehén de Junts, de la CUP y de la ANC, y con un Gobierno rehén de ERC, España gana en inestabilidad y zozobra en el peor momento posible: a las puertas de la salida de la pandemia y de la llegada de los fondos de la UE. 

Nada bueno puede salir de este nuevo trágala planteado por el nacionalismo catalán