La condena a penas de 9 a 13 años de cárcel por delitos de sedición y malversación de fondos públicos a los principales cabecillas del golpe independentista en Cataluña sanciona su intento de destruir el Estado en el otoño de 2017 y pone punto final, también, a un proceso judicial que ha demostrado estar a la altura del reto histórico que afrontaba, desde la instrucción a la redacción de la sentencia.

El ex vicepresidente Junqueras, el dirigente de mayor rango que ha podido ser juzgado dada la huida de Puigdemont, carga con la pena más alta. Los exconsejeros Turull, Romeva y Dolors Bassa son condenados a 12 años de prisión, y sus compañeros de gobierno Forn y Rull a 10 y medio. Para la ex presidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell, el Tribunal prescribe 11 años y medio. Para Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, la condena es algo menor, 9 años, y es así por cuanto eran los únicos de los que se sentaban en el banquillo que no eran autoridades.

Los exconsejeros Meritxell Borrás, Vila y Mundó han sido condenados a inhabilitación y multa por desobediencia a los tribunales. Los tres se desmarcaron del procés y decidieron abandonar la política en cuanto fueron imputados por la Justicia.

Seguridad jurídica

Lo primero que cabe decir de la resolución del Supremo es que confirma que los dirigentes catalanes cometieron un delito gravísimo y que su actuación no fue, en contra de lo que argumentaban las defensas y proclama el movimiento independentista, un ejercicio legítimo y democrático compatible con la ley. En palabras de la sentencia, se actuó "en abierta y contumaz oposición a todos los requerimientos formulados por el Tribunal Constitucional" y hubo un "alzamiento público y tumultuario" con la finalidad de subvertir el orden constitucional.

Lo segundo que hay que apuntar es que el Supremo no condena a los líderes del procés por el delito más grave por el que se les enjuiciaba, el de rebelión. El Tribunal asume que hubo episodios de violencia -factor clave para determinar ese tipo penal-, pero interpreta que no fue suficiente para alcanzar el objetivo de la secesión, y asume que es técnicamente complicado atribuírsela personalmente a los condenados, es decir, que estos hubieran diseñado una estrategia para utilizarla a fin de alcanzar su propósito.

El fallo es, además, unánime. Una sentencia con votos particulares discrepantes habría mostrado debilidad en la imprescindible respuesta penal al golpe y habría incrementando su vulnerabilidad de cara a los recursos que con toda seguridad plantearán los condenados ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

Condenas severas

Esta calificación de los hechos, por lo demás, es proporcional a lo que ocurrió realmente: no hubo armas, no hubo muertos... y aunque es cierto que los golpes de Estado modernos no se hacen sacando tanques a la calle, el objetivo de los promotores quedó muy lejos de poder alcanzarse.   

Lo tercero que hay que subrayar es que estamos ante una condena ponderada, que recoge los niveles mínimos y medios dentro la horquilla de penas que establece el Código Penal para los delitos aplicados. A ninguno de los condenados se les ha impuesto la sanción máxima posible. Desde ese punto de vista, estamos ante una sentencia que hace compatible unas condenas severas -acordes a la gravedad de los hechos juzgados- con un relato de los hechos reconocible por amplios sectores de la sociedad catalana y española.

Piénsese en que, de otra manera, dificilmente podría incrementarse la pena del principal condenado, Oriol Junqueras. ¿Qué quedaría, entonces, para Puigdemont, si, como es de justicia, Bélgica se decide finalmente a que responda ante los tribunales españoles, como debió suceder desde la primera euroorden de Llarena?

Reacciones

Lo más polémico de la sentencia podría acabar siendo su cumplimiento. Aunque el Supremo, en tanto que tribunal sentenciador, tiene la última palabra en la calificación del grado de los presos, el Reglamento Penitenciario permite a la Generalitat conceder un tercer grado encubierto que en la práctica equivaldría a facilitarles la libertad. Por eso son pertinentes las propuestas de Casado y de Rivera de acometer las reformas necesarias para que las condenas no puedan sortearse por la puerta de atrás, e incluso recuperar para el Estado las competencias que en materia penitenciaria tiene transferidas Cataluña.

El presidente Sánchez ha estado en su papel al ofrecer "diálogo dentro de la legalidad" a las autoridades catalanas como forma de pasar página y mirar al futuro. La reacción de Vox, tildando la sentencia de "gravísimo error", y la de Torra y el independentismo, recurriendo al victimismo, eran lo esperado. En el caso del presidente de la Generalitat es muy grave que hable de "sentencias injustas y antidemocráticas", de "causa general contra Cataluña" y de que ha habido "venganza y no justicia". Razón de más para que alguien así no tenga la última palabra sobre el cumplimiento de la pena de los condenados.

Frente al ruido de quienes tratan de desprestigiar la Justicia española, la realidad es que la sentencia supone un dique de contención al intento ilegítimo del independentismo de vulnerar la ley. Siendo equilibrada, lanza además un aviso a navegantes, en el sentido de que existe margen para endurecer la respuesta a posibles nuevos desafíos. Y todo ello, con una redacción exhaustiva en sus argumentos y didáctica, que no deja cabos sueltos. Estamos ante una resolución del Supremo tan histórica como modélica.