Este martes se han cumplido cien años del asalto al Palacio de Invierno en San Petersburgo. Se suele señalar aquel suceso, que precipitó el empoderamiento de los soviets y el ajusticiamiento de Nicolás II, como el hecho fundacional del movimiento insurreccional más importante de la Historia Contemporánea. No en balde, las repercusiones políticas, económicas, culturales e incluso morales de la Revolución Rusa son apreciables tres décadas después de que el imperio surgido de aquel proceso se desintegrase como un castillo de naipes.

El legado identificable de la Revolución de Octubre lo constituyen el comunismo como ideario y anhelo político; la economía planificada como sistema de producción plausible; y una idea de la izquierda basada en la lucha de clases, en la patrimonialización del concepto pueblo y en cierto supremacismo ético, según el cual la solidaridad, la igualdad, y las ideas emancipatorias son genuina y exclusivamente de izquierdas.

Propaganda, mentira y autoengaño

La resistencia de esas nociones a desaparecer, a pesar de que la caída del Muro de Berlín en 1989 anticipó el final estrepitoso de la utopía comunista, prueba hasta qué punto la revolución en la Rusia de 1917 condicionó el devenir de la humanidad. Visto con perspectiva se podría concluir que la mentira, la propaganda y el autoengaño fueron los rieles que permitieron la reproducción en todo el orbe de un sistema fallido en origen. También promovieron la celebración y reivindicación del comunismo y sus réplicas locales como solución a todos los problemas del hombre.

Las falacias comienzan en la propia conmemoración, ya que los hitos principales de la Revolución no se produjeron en octubre sino en noviembre: en la Rusia zarista regía el calendario juliano y en Europa ya el gregoriano. Además, aunque la revolución comunista, en su génesis teórica, sólo podía triunfar si tenía un alcance internacional, la carestía, los estragos de la Gran Guerra y la pobreza generalizadas llevaron a Lenin a aceptar inmediatamente la coexistencia de la Rusia comunista con las regímenes liberales.

De Mao a Fidel, los emuladores 

Del mismo modo, el sueño emancipatorio se subordinó al triunfo de la denominada dictadura del proletariado y a la perpetuación de un estado de terror que tuvo en Stalin su máximo exponente, y en líderes como Mao Tse Tung, Hô Chí Minh, Pol Pot y Fidel Castro a concienzudos emuladores. Las purgas, el gulag y el sometimiento de los hombres al servicio de las necesidades del Estado se convirtieron asimismo en el motor de la expansión del comunismo soviético y en la división del mundo, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, en dos bloques antagónicos.

Con la connivencia de los intelectuales europeos de izquierdas, que hicieron oídos sordos a los horrores estalinistas, el sistema soviético se replicó en China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba, e inspiró las guerrillas insurgentes en Centroamérica, América del Sur, Asia y África. Aunque todas esas dictaduras han desaparecido, a excepción de Corea del Norte, o han mutado hacia cierto aperturismo, como en China y Cuba, la utopía como proyecto y como pretexto para alcanzar el poder no han desaparecido.

Podemos en España

En la primera década del siglo XXI el neoperonismo en la Argentina de los Kirchner y el populismo recogieron en cierto modo el testigo ideológico del comunismo pasado por un tamiz democrático. En Brasil con Lula Da Silva, en Ecuador con Rafael Correa, en Bolivia con Evo Morales, en Uruguay con José Mujica y en la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro se retomó la utopía con distinta fortuna.

Tributario de aquellos experimentos -y subvenciones- el populismo de izquierdas también se ha abierto paso en el sur de Europa. En España, Podemos recogió el testigo sin que, de momento, se haya vislumbrado en ningún lugar del mundo el cielo prometido.