El presidente electo de Chile, el candidato de la derecha José Antonio Kast, agita una bandera de Chile.

El presidente electo de Chile, el candidato de la derecha José Antonio Kast, agita una bandera de Chile. EFE

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La victoria de Kast en Chile: una sacudida de realidad para España

La izquierda radical iberoamericana ha gobernado como si las urnas fueran un cheque en blanco. Ha confundido moral con superioridad y redistribución con impunidad.

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El triunfo de José Antonio Kast en Chile no es un accidente ni una excentricidad local. Es un síntoma.

Y, como todos los síntomas que anuncian cambios profundos, resulta incómodo, incluso perturbador, para quienes prefieren leer la política como un juego de consignas y no como un sistema de causas y consecuencias.

Chile, ese laboratorio que durante décadas anticipó tendencias, vuelve a hacerlo: el péndulo ha cambiado de sentido, y lo ha hecho con una contundencia que obliga a revisar dogmas y perezas intelectuales.

Kast no gana a pesar del contexto regional, sino gracias a él. Iberoamérica vive un momento sísmico: Venezuela y Nicaragua convertidas en autocracias plenas, Colombia atrapada en un experimento ideológico que confunde justicia social con indulgencia frente al crimen, México deslizando su democracia hacia una hegemonía presidencialista que desmantela contrapesos…

Chile, cansado del asalto permanente a sus instituciones, ha respondido con una llamada al orden.

No al orden nostálgico ni autoritario que caricaturizan sus adversarios, sino al orden básico que permite a una sociedad funcionar sin miedo, sin caos y sin la sensación de que el Estado ha abdicado.

Un seguidor de José Antonio Kast con una de las gorras que imita a las de Trump.

Un seguidor de José Antonio Kast con una de las gorras que imita a las de Trump. Reuters

La izquierda radical iberoamericana ha gobernado como si las urnas fueran un cheque en blanco para colonizarlo todo: tribunales, medios, empresas públicas, educación. Ha confundido moral con superioridad y redistribución con impunidad.

El resultado ha sido devastador. Economías frágiles, inseguridad creciente, emigración masiva y una ciudadanía exhausta.

En ese contexto, y con el peso específico de Chile en el continente, Kast irrumpe como una respuesta abrupta a ese hartazgo. No es un voto de amor, es un voto de límite.

Y eso explica su fuerza.

Para España, el mensaje es doble.

Primero, porque lo que ocurre en Iberoamérica ya no es un “problema lejano”, sino un riesgo geopolítico directo. Venezuela no es sólo una tragedia humanitaria. Es un nodo de corrupción, narcotráfico y desestabilización con tentáculos que llegan a Europa y se muestran cada vez más nítidos (como siempre sospechamos) en España.

Segundo, porque el eco del cambio en Chile resuena en una España políticamente paralizada.

Una campaña en coma en Extremadura, una derecha que duda de sí misma y un presidente que pedalea en el aire, escoltado y ajeno a la realidad molesta, haciendo balance de un año inventado mientras el país asiste, atónito, a un desfile de escándalos que no encuentran respuesta política.

En Chile, el electorado ya ha decidido cortar por lo sano. En nuestro país, la deriva delirante y destructiva (de las instituciones, de la economía, de las relaciones internacionales, del futuro) propiciada por una izquierda mutante ha consolidado un estado general de indefensión aprendida que sólo ahora parece reaccionar.

Nadie encarna esa mutación moral como José Luis Rodríguez Zapatero, operador en jefe de la construcción de un puente perverso tendido sobre el Atlántico para vaciar de contenido los ideales de la izquierda democrática y rellenarlos con una mezcla tóxica de negocio, propaganda y coartadas ideológicas.

Un puente apoyado en el otro lado del océano, en el ya boqueante Grupo de Puebla, una constelación de líderes y exlíderes que sustituyeron la defensa de los derechos humanos por una retórica indulgente con el autoritarismo “amigo”.

Precisamente allí, donde Venezuela no era una dictadura sino un “conflicto”, donde Nicaragua era una “singularidad cultural” y donde el saqueo se justificaba como redistribución, Zapatero encontró su hábitat.

E hizo pivotar ese puente sobre su búnker en Madrid (Aravaca, Las Rozas… donde tocara), proyectándolo sobre los Montes del Pardo, sobre esa nueva camorra que Zapatero (con Z de zamuro o zopilote) encarnaba con estatus de expresidente, reuniéndose con intermediarios inefables y traficando con PDVSA, Plus Ultra o los CLAP.

El resultado ha sido devastador. La izquierda que decía combatir la corrupción ha terminado conviviendo con ella.

La que prometía justicia social ha cerrado los ojos ante la depauperación sistémica y ha callado frente a la violencia sexual y política en regímenes aliados.

Zapatero no ha sido un error aislado, sino la personificación de un método. Convertir las relaciones exteriores con nuestro continente hermano en una zona cero donde todo vale si sirve para sostener una narrativa.

Y, de paso, para hacer encajar demasiadas piezas que conectan intereses empresariales propios, favores diplomáticos ajenos y silencios clamorosos cómplices.

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. EFE

Pedro Sánchez es el heredero funcional de ese puente. No por identidad ideológica, sino por dependencia estratégica.

Ayer lunes, en su comparecencia para hacer balance de un año imaginario, el presidente volvió a hacer gala del alarmante estado disociativo que caracteriza su deambular por el pasillo de la realidad de España.

Habló de estabilidad mientras el país acumula fatiga institucional. De regeneración mientras los escándalos se solapan. De liderazgo internacional mientras España evita llamar dictadura a lo que lo es.

Pedalea en el aire, escoltado, ajeno a la realidad molesta, como si la política fuera un ejercicio de resistencia narrativa y no de responsabilidad.

Los partidos políticos españoles parecen vivir instalados en el miedo a construir puentes por los que caminarían el 80% de los españoles.

¿Qué tiene que aprender la derecha española de la victoria de Kast en Chile? Mucho, y rápido.

Primero, que no se gana pataleando, reaccionando atropelladamente ni pidiendo perdón por existir.

En sus discursos, tanto el vencedor Kast como la candidata del PC chileno, Jara, han llamado a la concertación por Chile, al entendimiento.

Segundo, que la batalla cultural importa. Quien cede el marco del debate acaba aceptando las reglas del adversario. Kast no ha triunfado por ser “más duro”, sino por ser coherente y claro.

Tercero, que la política no es marketing ni cálculo corto, sino proyecto y carácter. "Abrazar" dice Jara. "Gobernar para todos" dice Kast.

Y cuarto, que mirar a Iberoamérica con condescendencia, como un tablero de negocios ideológicos, es un error estratégico y ético.

España debe volver a defender, sin complejos, democracia, legalidad y derechos humanos siempre, no sólo cuando conviene. Porque los puentes que se construyen para traicionar ideales acaban sirviendo para que la realidad regrese.

Y cuando lo hace, pide cuentas.