Sánchez junto a Míriam Nogueras el pasado 13 de marzo en La Moncloa.

Sánchez junto a Míriam Nogueras el pasado 13 de marzo en La Moncloa. Europa Press

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Los socios de Gobierno de Sánchez: de la extorsión a la complicidad

Su negativa a romper, cuando ya hay razones éticas o políticas para hacerlo, convierte a los socios parlamentarios de Sánchez en cómplices políticos.

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Aunque formalmente no se votaba nada, el pleno del pasado 9 de julio tuvo un altísimo contenido político y simbólico.

Después de semanas marcadas por los escándalos relacionados con el PSOE y el Gobierno, por el desgaste reputacional del presidente y los casos judiciales que involucran a su esposa y a su hermano, Pedro Sánchez se sometió a una suerte de “cuestión de confianza informal”.

Esta ofrecía a los socios del bloque de investidura la oportunidad de marcar distancia, romper definitivamente o al menos dejar a Sánchez políticamente aislado.

Era la ocasión de pasar de la voracidad (cuanto más débil el extorsionado, más fácil de extorsionar) al plegado de velas.

No lo hicieron.

Y eso, en términos de supervivencia, es una validación.

El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, Gabriel Rufián.

El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, Gabriel Rufián. Europa Press

El Gobierno de España salió del Congreso igual de débil, pero con una prórroga: la mayoría parlamentaria sigue en pie, de momento. El pleno mostró un Gobierno en caída libre, como una bandada de patos cojos, pero también dejó claro que todos los que lo apoyan asumen ser parte del entramado o mosaico.

Las advertencias, las amenazas y las distancias estratégicas no borran el historial compartido.

El Plan Anticorrupción de Sánchez, tan blandito él, estaba hecho a la medida de los socios de primera, los que ejercen de ministros: a la medida de Sumar y la vicepresidenta Yolanda Díaz.

Nada de romper con el Gobierno, faltaba más. Su dulce reproche de huérfana reciente vino envuelto en la promesa implícita de permanencia.

Junts amenazó con irse si no hay avances, pero no retiró el apoyo.

ERC criticó duramente, pero no pidió elecciones.

PNV dijo que “la confianza está en la UCI”, pero no pulsó ningún botón.

EH Bildu exigió reformas, pero no se desmarcó.

Incluso Coalición Canaria, socio satélite a pesar de sus mohínes, acabó pidiendo más para las islas.

El otrora socio Podemos, en su papel de ex resentido, fue, probablemente, la única voz que quiso dinamitar el decorado entero, sin miedo al coste.

Nadie se va. Al contrario. Cuanto más se indignan en público, más cuidadosamente calibran sus movimientos en privado.

La pregunta es por qué.

La respuesta, probablemente, reside en una mezcla explosiva de intereses, miedos y certezas incómodas.

Intereses, porque todos siguen obteniendo réditos (o al menos recursos) de su relación con la Moncloa.

Miedos, porque ningún socio se ve preparado para enfrentarse a unas elecciones anticipadas que, sin duda, beneficiarán a la derecha.

Y certezas incómodas, porque todos, sin excepción, han contribuido a construir este ecosistema.

En realidad, lo que quedó claro en el Congreso es que Sánchez ha logrado una cosa extraordinaria. Atar a sus socios por la vía de la corresponsabilidad. Los ha colocado en la trinchera, y salir de ella implica reconocer que se ha estado demasiado tiempo disparando en la misma dirección.

Esa continuidad tácita, sin deserciones formales, ha sido interpretada como una ratificación silenciosa. Aunque algunos quieran escenificar hartazgo, otros teatralizar la crítica, o incluso inventarse alternativas improbables, lo cierto es que todos han firmado este pacto de connivencia.

El presidente, Pedro Sánchez, presenta su plan contra la corrupción el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados.

El presidente, Pedro Sánchez, presenta su plan contra la corrupción el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados. Europa Press

Algunos, los más optimistas (o los más cínicos), ven en las críticas una función más del guion habitual. El Gobierno necesita parecer plural y los socios necesitan preservar un rescoldo de dignidad. Un póquer con cartas marcadas. Nadie se inmola, pero todos se permiten una dosis de teatralidad para mantener viva la narrativa del “control al Gobierno”.

Otros, sin embargo, ven señales más serias. Sostienen que las causas abiertas en torno al presidente, su partido y su gobierno han roto una barrera simbólica.

Los socios del Gobierno de Pedro Sánchez pueden decir (y lo hacen) que no comparten ciertas decisiones, que no toleran la corrupción, que exigen ejemplaridad.

Pero si sostienen al Gobierno con sus votos, si preservan la mayoría que lo mantiene vivo, entonces forman parte del bloque de poder que lo protege.

La ausencia de ruptura, cuando ya hay razones éticas o políticas para hacerlo, los convierte en cómplices políticos.

Ser cómplice político no es solo una cuestión moral. Es un cálculo de poder. Por eso es tan aborrecible.

Ser cómplice político no es necesariamente firmar un acuerdo o votar una ley.

Es asumir como propio un proyecto, incluso cuando se corrompe.

Es callar cuando conviene, aunque luego se critique con palabras vanas.

Es sostener al poder no sólo con escaños, sino con silencios.

Es también participar, por acción u omisión, en un sistema de poder cuya legitimidad ha sido erosionada, y permanecer en él sin denunciarlo, sin romper con él o sin corregirlo.

Si el Ejecutivo se hunde en el descrédito, los que lo sostienen no podrán declararse inocentes. Aunque protesten, aunque frunzan el ceño. Aunque juren que ellos no sabían, o que no compartían.

La legislatura, por tanto, no está rota. Pero sí está envenenada por el desgaste interno entre estos compañeros de piso que ya no soportan ni el sonido de los pasos del otro en el pasillo.

La cuestión es que ninguno puede irse. Todos tienen algo que perder si se rompe el tinglado en torno al arrendador principal, que corre con todos los gastos y les subvenciona todos sus caprichos. Así que se aguantan. Gruñen. Se insultan en voz baja. Y circulan las facturas con rencor contenido.

El presidente lo sabe. Ha conseguido que todos estén implicados, que los extorsionadores queden emparedados en la arquitectura misma de su ejercicio de poder. Sánchez gobierna porque los ha hecho cómplices. Porque todos obtienen beneficio, todos le deben algo, todos temen algo peor.

Y eso, paradójicamente, es su mayor debilidad: ninguno se siente libre.