Fotograma de Sirat, la película de Oliver Laxe.

Fotograma de Sirat, la película de Oliver Laxe.

Columnas DESÓRDENES

En el centro del vacío hay otra fiesta: hablemos de 'Sirat', el polémico artefacto de Oliver Laxe

Un desierto nunca es lo bastante grande cuando estás huyendo de ti mismo, así que huyen también hacia adentro. Hacia los jardines abandonados del cerebro.

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En la vida no hace falta casi nada más que ver el mar al menos ocho veces al año, un enchufe cerca del sofá y alguien con quien comentar las películas.

Sucede con Sirat, ese artefacto espinoso de Oliver Laxe, Premio del Jurado en el Festival de Cannes. Dan ganas de hablar de ella. La gente no hace otra cosa. Incluso está yendo al cine. Se ven apelados, se ven retadillos. Esto es una buena noticia ahora que estamos muertos: que aun muertos tengamos el gusto de la conversación.

Un padre estándar y su crío buscan a su otra hija (una muchacha rapada, bonita y con la "mirada triste", eso sabemos de ella: algo que se ve que te empuja a buscar en una fiesta larga lo que no te da una vida corta) por las raves del desierto de Marruecos.

Se enganchan a unos piezas medio mágicos que van por ahí de nómadas buscando yerbajos, techno y amor renqueante.

No se sabe bien qué edad tienen (¿cuarenta, cincuenta, sesenta?), porque cuando uno no tiene nada que cuidar deja de tener edad.

Los dejaría fácilmente solos con mi bolso. No les interesa nada de lo que pueda haber en mi bolso.

Oliver Laxe, con el Premio del Jurado por 'Sirat'.

Oliver Laxe, con el Premio del Jurado por 'Sirat'. Efe

Son alegres y están rotos. Esta combinación es incómoda de ver. Andan como ensimismados, paradójicamente, en ningún pensamiento. Detrás de la romería tribal siempre queda un sedimento pegajoso de melancolía.

Son pacíficos. Son inconsistentes y no tengo claro que eso sea equivalente a "libres". Van desposeídos. No es que funcionen lento, es que no funcionan. Son inútiles en el sentido más expectorante del término. No sirven a nadie.

Un desierto nunca es lo bastante grande cuando estás huyendo de ti mismo, así que huyen también hacia adentro. Hacia los jardines abandonados del cerebro.

Se drogan y escuchan música con los ojos cerrados y los brazos abiertos, como Cristos desolados.

Están pidiendo lanza en el pecho. Una maldita lanza que acabe ya con este bucle. La repetición es la muerte. Las pulsiones de su baile son pulsiones de muerte.

Cabe preguntarse quién es uno cuando no tiene casa (esto también debemos preguntárnoslo en Madrid, hoy mismo, chapoteando en el turbocapitalismo). Quiero decir que al final nadie tiene casa y por lo tanto, nadie tiene eje. Hemos perdido la medida de las cosas, su tamaño. Es curioso que suceda lo mismo cuando estás mucho tiempo en prisión, como en Decidme cómo es un árbol de Marcos Ana.

El mundo se destruye bélicamente y a los raveros se la pela. Con todo lo que la pían, al final están más despolitizados que nadie. Desoyen el dolor de los otros. Parodian el poder con un muñón y lo esquivan hasta cuando viene en forma de tanque. Lo tapan subiendo el volumen de su ansiosa cadencia hasta la sordera, hasta que todo explote, en búsqueda infértil hacia alguna parte, hacia la última verbena.

Son nihilistas. Tiene sentido: no tienen nada, ni siquiera un sitio al que volver, así que no tienen nada que perder.

Todo en esta película me recuerda a un poema glorioso de Roberto Juarroz: "A veces me parece / que estamos en el centro / de la fiesta / sin embargo / en el centro de la fiesta / no hay nadie. / En el centro de la fiesta / está el vacío. / Pero en el centro del vacío / hay otra fiesta".

Luego está el padre, aquí Sergi López, que tampoco es que ande mejor. Su función es representarnos en nuestra amable mediocridad occidental. Somos los normalitos, los invitados fortuitamente a la movida ésta del desierto, como él. Y en él descubrimos que todos somos, al cabo, igual de defectuosos, y que es patético desdeñar al ravero. También ese padre ha huido de su casa, como los juerguitas itinerantes hicieron alguna vez.

Todo el mundo necesita inmolarse y peinarle las pestañas a su abismo.

Adoro la ansiedad de su ritmo, adoro cómo me perturban, sorprenden y angustian sus imágenes: ese perro con peluquín de cresta. Esas líneas blancas de la carretera que al acumularse en velocidad emulan una sola raya eterna de cocaína. Ese hueco en el bafle que simula un ojo cíclope y mitológico. Ese poderío telúrico. Ese taco de la muleta que baila en lugar de un pie, esa tableta de chocolate servida en plato.

La película empieza a desvariar allá por el final y entonces me doy cuenta de que cuando Oliver Laxe maltrata a sus personajes (cuando no les da valor y no les respeta, cuando no les protege de él mismo) está haciendo lo mismo que cuestiona. Su dedo y la grieta que señala son la misma cosa: nada importa nada. También nos jode a nosotros, a los que vamos a ver su trabajo, porque le importamos un poco un carajo. Sin dejar de ser interesantísimo, padece el mismo cinismo que critica.

Salta a la comba con los códigos. Nos ha regalado un juego de muñecas rusas: cineasta-espectador-personaje. Nos muestra que todos estamos vacíos, pero que su vacío es el más grande, el ecuménico, el que contiene el nuestro, sea él consciente de esto o no.

Acabo riéndome a carcajadas de la desgracia que genera. Lo ha deshumanizado todo. Me expulsa de la solemnidad de su pieza. Se pasa de rosca. Sirat tiene un cierre que camela entre El juego del calamar y el Antiguo Testamento. Es un videojuego. Laxe pone sobre la mesa que él tampoco tiene fe, ni valores, ni destino. Ahora: vaya viaje, nene.

¿Será esto una genialidad, una sauna de espejos?

Todos los modelos de vida han fracasado.

Por distintos caminos llegaremos a la misma mierda.