Indigentes durmiendo en Barajas. Efe
Si no pueden dormir en el aeropuerto, que duerman en las bibliotecas
Es mejor dormir bajo un techo que al raso. Pero ¿por qué no abrimos entonces también las bibliotecas? Pues porque esa no es la solución al problema.
En el Aeropuerto de Barajas duermen entre cuatrocientas y quinientas personas sin hogar. Leo que algunas llevan ya siete años en esta situación. Otras, un par de años. Algunas, apenas unos meses.
Leo que hace diez años esta cifra no llegaba a cuarenta personas y que en 2024 el número se ha incrementado drásticamente.
Leo que la empresa encargada de gestionar los aeropuertos españoles ha puesto agentes de seguridad en las puertas de acceso para controlar de madrugada las tarjetas de embarque. O, dicho de otra forma, para controlar su ausencia.
Es decir, a quién no se le debe permitir la entrada.
Es decir, a esas cuatrocientas personas.
Pienso en las posibilidades que les quedan a quienes acuden para pernoctar en Barajas. En las alternativas que les brinda la vida ante esta nueva realidad.
Buscar otro lugar.
Colarse en las instalaciones.
Dormir a las puertas del aeropuerto, entre la zona de fumadores y los carritos de maletas o en los pasillos que llevan al parking.
Pienso en aquello que escribió Jorge Bustos en su libro Casi de que “mirar a una persona sin hogar genera rechazo, porque verla implica reconocer su condición de persona, su condición de compañero de especie, pero también implica reconocer que en su lugar podríamos estar nosotros”.
Cuando una se propone hablar de las personas sin techo, de personas que (algunas incluso trabajando) no tienen una habitación que llamar hogar, es inevitable empezar a sentir una sensación muy particular subir por las entrañas.
Una especie de bilis que baila entre el pudor y la vergüenza. Por el privilegio propio, por la desgracia ajena. Por la desolación y la desesperanza que, creo, sólo se pueden empezar a comprender en su totalidad cuando se han vivido en la propia carne.
Por lo indecible ante la desgracia de quienes todas las mañanas caminan ese filo tan ajustado que es la supervivencia durante otro día más sin un ápice de certidumbre.
Indigentes en Barajas.
Y, aun así, hay que hacerlo. Es inevitable. Es imprescindible. Hay que hablar de quienes duermen en la calle, de quienes duermen en las estaciones de autobús. De esas cuatrocientas personas que duermen en las butacas y los pasillos y los ascensores del aeropuerto de Barajas.
Hay que hacerlo porque la indiferencia significa la deshumanización. Del otro, pero también de uno mismo.
Hay que hacerlo porque entonces se llega a la conclusión de que nuestro Estado de bienestar está padeciendo una lenta agonía cuando personas con trabajo tienen que acudir a un aeropuerto para capear la noche porque no se pueden permitir una habitación en la capital del país.
Y hay que hacerlo porque entonces vemos cómo nuestra sociedad, nuestro sentir ciudadano, ha fracasado y caído en una compasión desubicada. Porque al contemplar estas imágenes, esta situación que ronda lo inhumano, no cabe la alternativa de seguir como hasta ahora.
No cabe la posibilidad de aceptar el inmovilismo y considerarlo como una alternativa aceptable de vida.
Es mejor dormir bajo un techo que al raso. Pero ¿por qué no abrimos entonces también las bibliotecas?
¿Por qué no habilitamos todos los espacios públicos para que pernocten allí las personas sin hogar?
Todos intuimos la respuesta. No lo hacemos porque esa no es la solución al problema.
Un problema que se encarna en personas particulares con problemas particulares, que requieren de una atención particular y que no se resuelve dejando que malvivan en los pasillos y baños de un aeropuerto.
Sabemos que no lo hace.