Al grito de "¡fuera terfas!", unos estudiantes de la Universidad Complutense han interrumpido una conferencia de Marcela Lagarde, una de las mayores referentes del feminismo latinoamericano. 

Lagarde cometió el pecado de hablar contra el transactivismo en una entrevista de 2020 y ese mismo transactivismo ha decidido que era el momento de administrarle la penitencia.  

Al final, la conferencia ha tenido que celebrarse en una sala de juntas, a puerta cerrada y con seguridad en la puerta.

Ejercer violencia contra quien lucha contra la violencia estructural hacia las mujeres. Impecable hoja de ruta la de este feminismo que se dice inclusivo.

No es el fin del mundo, estamos de acuerdo. Marcela Lagarde conservará su prestigio universitario y esos pobres chicos que entran encapuchados en una conferencia académica como si fueran a desactivar una bomba todavía tienen margen para que la vida les enseñe que tener el sectarismo como brújula moral no es la mejor opción. 

Pero lo que sí es alarmante es que nadie asuma la responsabilidad. Que nadie se haya enfrentado al boicot. Que no haya quien ponga la conciencia por encima del "qué le vamos a hacer".

Cuando toda actuación debe hoy regirse por un protocolo, no hay burocracia que señale cómo actuar aquí. Así que no se actúa y eso se justifica bajo pretextos. 

Permitir que unos estudiantes boicoteen una conferencia en aras de la libertad de expresión es lavarse las manos, como Poncio Pilato, de la responsabilidad que tiene una institución educativa de custodiar la verdadera libertad de expresión y pensamiento.

No nos vendan como libertad lo que es mediocridad.

Una universidad que no prepara a sus estudiantes para sentarse a escuchar una conferencia con la que no están de acuerdo, y para tener la altura moral e intelectual de discrepar, es una universidad fallida. 

Pero ah, ¡qué va a hacer la universidad!

¡Cómo va a violentar la sensibilidad de adultos y pedirles que se enfrenten a sus prejuicios y que sepan articular sus ideas a la altura de la educación que reciben! 

Así que aquí nadie es responsable. Atendiendo a las sensibilidades nos olvidamos de atender a la verdad. Y como la legislación ya no está orientada a defender el bien común, sino a alentar las psicosis individuales, esta se convierte en el escudo perfecto para cuando vayamos a preguntar quién está al mando.

"Yo solo hice (o dejé de hacer) lo que estaba previsto", podrán alegar.

Así lo están haciendo desde luego militares, policías y guardias civiles de la asociación de Trans No Normativos. Así lo están haciendo los agresores que quieren tener acceso a los centros en los que se atiende a sus víctimas y que pretenden eludir la Ley de Violencia de Género.

Todas esas cosas que nos aseguraron que jamás iban a pasar.  

Pero es lo que tiene legislar en función de los sentires y no de la verdad. Sentires hay muchos, incluyendo los capullos y los fraudulentos. Y esos también prefieren el protocolo a la conciencia.

Y así es como nos suicidamos en nombre de la letra pequeña del BOE

Nos encontramos de nuevo ante la lacra de quienes ocupan las instituciones: todo el mundo quiere el poder, pero nadie quiere asumir las responsabilidades.

Ya empezamos a ver cómo crece el número de pacientes trans arrepentidos que quieren detransicionar. Y empezamos a ver cómo piden explicaciones. ¿Por qué no se les trató adecuadamente? ¿Por qué no se les ofreció la terapia que necesitaban? ¿Por qué se les prohibió a sus familias cuestionar el sufrimiento?

"Seguimos el protocolo", les dicen y les dirán. Y no mentirán.

¿Y quién dictó ese protocolo? Muchos nombres, algunos públicos, otros anónimos.

Son los que hoy se niegan a que los espacios públicos se utilicen para dar cabida al pensamiento crítico, para no herir sensibilidades. 

Son los que desisten de hacer más de dos preguntas a un adolescente de 14 años que asegura ser del sexo opuesto y que lo derivan directamente a las unidades de género. 

Son los que dejan de exigirle a un universitario que tenga una cierta honestidad intelectual.

Son los que llaman "fascista" a quien cuestiona que las leyes se utilicen para retorcer la realidad.

Cuando estalle todo el engaño, como ya está sucediendo en otros países, habrá quien pregunte "¿dónde estabais, qué hacíais?". 

"Seguir el protocolo", será su pobre respuesta.