Sobre la gente a la que se admira, por lo general, sólo existe una regla: no acercarse demasiado a ella. En la proximidad, los trazos que nos componen se delatan. La frecuencia se chiva de nuestras manías, desvela nuestras chifladuras.

Así, con la más leve de las atenciones, el lector que repite cada semana columnista comenzará a detectar sus chistes, anécdotas, obsesiones y tics. Empezará a olerle las trampitas.

Quien, como en The Menu, comience a charlar con su cocinero predilecto podrá descubrir que tras el mandil blanco se yergue un psicópata narcisista con ínfulas de demiurgo.

El aficionado al tenis que observe a su jugador preferido sobreexponerse en televisión acabará descubriendo que su ídolo ha perdido pie en el sentir popular. Pero la decepción será siempre responsabilidad de quien observa.

A la pesadumbre porque Nadal ejerza como embajador de Arabia Saudí, donde los derechos humanos no cuentan con monumentos horteras en rotondas diminutas a la salida de los pueblos, se condena el que lo levantó del podio y quiso subirlo al cielo.

Por mucho que el protagonista lo emperifolle de impulso conciliador, que la salud de la carrera de un deportista famoso en el mundo entero comience a cojear y, magia borrás, sea entonces cuando escoja prestar su rostro y el set de valores asociado para impulsar el espíritu de cambio de un país de dudoso carácter ético es, a cualquier luz, sólo un negocio.

Si la tendencia de las marcas no consistiera en firmar contratos con atletas, encargados de revestir de los valores del esfuerzo, la nobleza y el compañerismo a la empresa de turno, tal vez habría sido un actor californiano la nueva insignia del país árabe. De la mayoría de ellos, no obstante, la frivolidad habría sido digerida con ligereza. Total, sólo es Hollywood. Ya sabes cómo son.

Sucede que quien deposita en un personaje público su admiración se arriesga a deshumanizarlo. Quien achaca virtud a un talento, como la capacidad para hacer gorgoritos con la voz o lograr un hoyo en uno con los ojos cerrados, escoge entregarse a una ingenuidad tan infantil que roza lo necio.

A través de cámaras, pantallas y titulares, proveedora de cierto aire de divinidad (¡son los escogidos!), el ídolo pop se convierte en una vasija de aspiraciones y expectativas. En la distancia, al admirado le sucede lo que al amante frente a su enamorado: acaba transformado en un boceto de sí mismo.

Al ídolo la veneración lo deja como a un humano dibujado con inteligencia artificial. Piel pulidísima, tres meñiques en una mano. La admiración, popurrí de respeto y esperanza, hay que trocearla. Para manejarla sin peligro, debe colocarse sólo en aquello que de forma específica fascine del otro.

Si se emplea como un velo que todo lo cubre, lo natural es acabar con la frente cuajada de chichones.