Nadie que quiera debatir realmente sobre la cosa pública acudiría, de no ser por las ficciones que engrasan la maquinaria de nuestras sociedades, al simulacro democrático que se representa cada semana en el Congreso. Cuca Gamarra ha reconocido en la sesión de control al Gobierno de este miércoles que "aquí no está la España real", no sabemos si en un rapto de sinceridad o en la fuga de un lapsus freudiano.

Pero si bien el hemiciclo no es lugar para departir de política, sí ofrece un buen escenario para la comunicación política, que es al fin y al cabo de lo que va esto. Colocar un chascarrillo ingenioso, un zasca pensado para ser extractado como un clip susceptible de viralizarse luego en redes sociales.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno de este miércoles en el Congreso de los Diputados.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno de este miércoles en el Congreso de los Diputados. Europa Press

Pedro Sánchez, coágulo de la oquedad doctrinal y de la primacía de la estética sobre la ética, es el producto más destilado de esta época de sustitución de la comunicación política por la política como comunicación. Un presidente que funciona a golpe de refranero y de ir inoculando en la conversación nacional sucesivas píldoras de coletillas efectistas y zafias.

Acreditando lo muy en serio que se toma estos escrutinios parlamentarios, Sánchez regurgitó en su respuesta a Feijóo un guion que al menos tuvo el detalle de recitar de memoria, con un tufillo inequívoco a ocurrencia de columnista reconvertido en asesor de comunicación.

En su dossier semanal de recochineo del líder de la oposición le anotaron oportunamente que Feijóo incurrió durante un mitin reciente en un equívoco químico, y el doctor Sánchez lo reelaboró para endosarle el "usar el metanol para hacer oposición", porque como él, es "incoloro, inflamable y tóxico".

Más allá de lo grimoso de estos juegos florales, llama la atención que, desde que evitó por los pelos la debacle el 23-J, el Gobierno viene practicando una política de la altivez consistente en mofarse de los populares por no haber logrado la investidura. En explotar su frustración. En recordarles en cada pleno que, chincha rabiña, nosotros gobernamos y ustedes no.

"¿Saben qué? ¡Nosotros estamos en el banco azul y ustedes en la oposición!", se ufanó Félix Bolaños en una sesión de control reciente. Y en la de este miércoles interpretó una variación del adagio del choteo, esputándole a la bancada popular que "no les gustó el resultado del 23-J", pero que acepten que "siguen en la oposición".

Es la misma dinámica a la que está abonado el fiero Óscar Puente, que en su incontinencia tuitera gusta de vacilar a Feijóo ironizando que "no es presidente porque no quiere". Ayer se refociló en el escarnio: "Si el señor Feijóo viaja en AVE, es porque no quiere usar el Falcon". Puente viene de recetarle "pomadita" a un PP "escocido" por la inopinada renovación de temporada del sanchismo.

Para edulcorar la derrota en las generales, Sánchez echó mano al recurso de retratar burlonamente a Feijóo como el casi-presidente. Se trataba de regodearse cruelmente en la perplejidad y el ofuscamiento de un PP que se colocó justo donde el PSOE lo quería: pidiéndole que le dejase gobernar.

Este tipo de dramaturgias de demostración de fuerza suelen ser muy efectivas entre los papanatas de la politología y el electorado fanatizado. Y así, de la épica de la resistencia agónica se pasó a la suscitación del placer morboso por que sean los nuestros y no ellos los que arrasen con todo. Dale, presi. Que rabien los fachas, o mejor, la fachosfera.

Pero debería inquietarnos que haya llegado a hacerse una lectura de la política por parte de muchos como una deleitosa retención del poder como fin en sí mismo y como arma arrojadiza contra el adversario. Lo importante no es lo que se haga con ese poder. Lo importante es que no lo tengan los otros.

¿Cabe imaginar un caldo de cultivo más propicio para la legitimación del despotismo que esta concepción del gobierno como una anulación sañosa del enemigo? Lo más fascinante del fenómeno Perro Sanxe es que no existen muchos precedentes en los que el ejercicio arbitrario del poder haya gozado de tal nivel de admiración y glorificación por parte de tantos y tantos siervos voluntarios. 

Sánchez supo leer el signo de los tiempos de la política agonista y la fecundidad electoral de la moral del resentimiento, mientras su rival invocaba un suelo moral para la concordia tiempo ha extinto. 

El PSOE no se tapa la nariz para perpetuarse en el poder. El PSOE ha fiado su desempeño político al esquema antagónico de que un exterrorista es preferible a un derechista. Y ha llegado a creerlo realmente. Y gran parte de sus bases, también. Las líneas rojas se pueden cruzar si se las entiende como la línea de meta de una carrera que se le gana al enemigo.

Por eso puede operar con tal desfachatez desinhibida mientras impone al otro un baremo que no rige para él. La celebración acrítica de las artimañas del PSOE para salirse con la suya no se explica sin la derroición moral que reina entre sus simpatizantes, a los que lleva años aculturizando en el sectarismo mediante una política de subversión moral de la sociedad.

Nuestra política no se entiende sin contemplar su dimensión ética. Y si en España gobierna Perro Sanxe es, sencillamente, porque impera una moral perruna.

No hay mejor síntesis gráfica del sanchismo que aquella dilatada carcajada proterva proferida por el presidente desde la tribuna de oradores en el pleno de investidura. El problema es que esta sonora perversión encontró su eco en los aplausos de la feligresía que llama "dictadura" a gobernar sin contrapesos en Hispanoamérica, pero que le dice "putoamismo" a la práctica análoga en España.