Con una cantinela correctamente ejecutada, la lección se pegaba sola al cerebro. Los sufijos de Latín, la tabla periódica o las muertes de los Austria se adherían como un velcro a la memoria cuando se conseguían pasar por la lengua a toda velocidad, saltando entre palabras, afilando acrónimos inventados para inyectar en el recuerdo los conceptos escondidos al otro lado de las letras.

Cuando la mnemotecnia se atascaba, una compañera hacía una bola con los apuntes y los masticaba hasta que la saliva alrededor de los labios se le coloreaba de azul. Antes o después, las palabras entraban en su cuerpo.

Aseguraba un estudio del Consejo de Europa publicado en noviembre que los profesores españoles se resisten a que los estudiantes aprendan Historia de memoria, a que reciten los datos hasta que las fechas y los acontecimientos se les labren en la sesera.

Prefieren que la información se consolide mediante la elaboración de trabajos de investigación y la exposición en clase, que es suficiente reiteración intelectual la de elaborar un proyecto para el que el estudiante deberá leer, resumir y explicar frente al resto de los alumnos. Decía Gregorio Luri al respecto que "sabemos lo que somos capaces de recordar. Por tanto, cuanto menos seamos capaces de recordar, menos sabemos".

Lo que yo recuerdo con claridad del colegio, doce años después de haberlo abandonado, es todo aquello que me logró despertar la curiosidad gracias al entusiasmo de quien lo enseñaba. Como Fina, nuestra profesora de Historia del Arte, que nos llevaba a la catedral para señalarnos con su dedo todo lo que nos había explicado en el aula, y desde entonces cada día que camino frente a ella repito sin falta que los adornos que visten a la Giralda se llaman paños de sebka.

O Coqui, de Historia Contemporánea, que dando vueltas con sus gafas rotas cantaba la canción de Bienvenido, Mr. Marshall para contar la Guerra Civil. O Nuria, que coló en una furgoneta al grupito de Latín y nos condujo a Itálica para impartir la última clase del trimestre en un anfiteatro romano.

Hacia el conocimiento hay caminos que no incluyen la bulimia memorística. La escuela, en cualquier caso, debería entenderse sólo como su inicio. Confundir la educación reglada con la educación total que debe procurarse un ciudadano a lo largo de su vida ataja hacia la mediocridad, la pereza y el aburrimiento.

Frente al pupitre, la educación se recibe. Tras él, debe buscarse. Enriquecer el mundo propio sin el objetivo de trazar nuevas líneas en el currículum profesional deja de ser obligación y se convierte en un deber adulto e íntimo, como cerrar la bolsa de basura antes de dejarla en contenedor o no desayunar pizza fría con Monster. Que no lo sepa la mano derecha.

Suelen decir que lo sucede en el aula prepara para lo que ocurre fuera. Por eso cuando Pablo Motos quiso burlarse del acento en inglés de Sofía Vergara la escena ya era conocida por los españoles, puesto que no hay uno hoy en pie que no se haya reído del que en clase procuraba reproducir la forma correcta de pronunciar los idiomas extranjeros. Y el que no se ha burlado, ha sido testigo. Y el que ni una cosa ni la otra, ha sido el que lo ha sufrido.

La exposición ante el arrojo ajeno siempre logra cuestionar el propio. Entre acomplejaditos, en este caso, paletitos, cuesta celebrar al de enfrente porque el esfuerzo ajeno se asume como un recordatorio de la fortaleza del personal.

En el estómago español se anilla a veces un gusano que provoca la risa frente a quien hace las cosas bien. Le rasca la barriga y le coloca en la lengua un "pero esta quién se cree que es". Se siente cuestionado el que se sabe incapaz de lograrlo y, frustrado, carga contra la injusticia del talento ajeno.

A ver, Rosalía, cómo haces tú esos gorgoritos. A ver, Nadal, cómo es esa cosita que haces con la mano antes de sacar. El talento, que parece limitado, una lotería de la personalidad, sacude siempre el ego. Quizás lo tienen ellos porque yo no. Y por qué yo no.

A Motos se le ha quedado una fecha grabada en el recuerdo. Y, QEPD, no ha tenido que memorizarla.