En la primera balda del armario que conserva las citas más usadas de la historia de la literatura se amontonan todas las destinadas a ornamentar el recuerdo de la niñez.

Por estas fechas, junto al borde de la repisa, Machado remienda su patio sevillano frente a Rilke, sobado y agujereadito de tanto entrar y salir: que "la verdadera patria del hombre es la infancia" alcanza en Navidad un grado de manoseo colosal, ciclópeo, solo conocido por los paquetillos de gominolas que flanquean las cajas registradoras del supermercado y Fay Wray en King Kong.

En España, el apotegma del austríaco asfalta la Navidad hacia el 6 de enero. La ilusión y el asombro, materias primas de la niñez, iluminan la temporada a lo lejos, luz al final de este túnel de polvorones y jamón.

Los Reyes Magos llegan a la Catedral de la Almudena para recibir las cartas de los niños.

Los Reyes Magos llegan a la Catedral de la Almudena para recibir las cartas de los niños. EFE

Desde ahí combaten aún los Reyes Magos de Oriente la influencia anglosajona, empeñada en colar en esta fiesta a Papá Noel, y construye un senderito del festejo por fases: se inicia en nacimiento, atraviesa una despedida y culmina en revelación y ofrenda.

Los Reyes Magos frente a Jesús recién nacido encarnan la gratitud ante la verdad revelada, la rendición ante la evidencia de la pequeñez propia, la satisfacción del descubrimiento final tras la búsqueda, que no es rápida, que no es cómoda.

En su traducción inmediata y sensible, la llegada de los Reyes Magos culmina la temporada navideña y la montanera del español. Su roscón cumple con lo formulado por Beatriz Manjón: se convierte en otra forma más de empezar de cero.

En la mañana en que el azahar deja de ser flor y convierte la lengua en autopista a la infancia, la mirra, el oro y el incienso se humanizan y esconden bajo papel libros, perfumes, calcetines, billetes de avión y muñecos porque lo material, en manos del que celebra, se ha transformado.

La de los Reyes Magos deja de ser una fiesta del dispendio cuando se renueva en cada casa, cuando quien regala escapa de sí mismo y coloca frente a su impulso, urgencia y deseo el del otro. Se convierte en indicio del afecto hacia él, en la prueba de que durante meses se ha observado al novio, a la hija o la madre, al marido, a la abuela o al yerno, de que las horas sufridas frente al ordenador del trabajo a cambio de dinero se han escogido transformar en un intento por complacerlo.

El día de Reyes se reelabora como señal de que se registró en la memoria aquel comentario frente al escaparate de una tienda del centro de la ciudad, de que durante semanas se apuntó cada "mira qué guay, me encanta" en la aplicación de notas, de que el que regala ha querido resolver el misterio de la alegría ajena.

Se celebra que los Reyes Magos nos vigilan, que, o sea, alguien nos observa y nos busca, que somos frente a él. Se recuerda que el amor es la forma más sublime de prestar atención.

Si el recuerdo es lo único que poseemos de forma segura, si la infancia, que no necesitaba racionalizar el agasajo mágico del 6 de enero, es de verdad la patria, conservar la mañana de Reyes cuando no quedan niños en casa es, entonces, defensa propia y encomienda espiritual. Cede su carne al amor quien protege la esperanza del otro. Celebra la humanidad quien recuerda que el ser humano no es sólo necesidad

Si el bizcocho redondo agita proustianamente el recuerdo, se espabila aquello que fue y que puede llegar a ser. En Reyes, día nacional de la nostalgia, se despierta la vida pasada y aquello que a lo largo del año reserva la memoria vuelve a ponerse en pie.

En las costumbres familiares los muertos respiran de nuevo y la familia se libera de la condena de enquistarse en la rutina como tediosísima coincidencia genética. Perpetuar la tradición logra soldar el presente en recuerdos, lo fortalece para que en el futuro haya suelo sobre el que levantarse, cimientos de una vida.

Escribía Pedro García Cuartango que de niño a él la llegada de los Reyes Magos le aliñaba las vacaciones navideñas con una pizca de desazón. Anunciaban el regreso inminente a clase. La copita de anís para sus Majestades, medio vacía.

Llena tiene su encanto: último nivel de la Navidad, arranque cierto del año, recuerdo renovado, vida confirmada. Un lugar al que llegar. Un sitio al que volver.