Una de las esperanzas defraudadas por la globalización (y son bastantes) tiene que ver con la calidad del debate político. No es algo achacable al incremento de los flujos comerciales o a la profundización de la interrelación financiera, pero tampoco es ajeno a ambos fenómenos.

Es algo ya muy dicho y en el que hay cierto consenso. Las causas son diversas, desde el malestar económico ante las crisis y el cambio tecnológico, hasta la caída del modelo de negocio de la prensa y el auge de las redes sociales.

En los años felices de la globalización (desde la caída del Muro de Berlín hasta los atentados del 11-S en Nueva York) se creía, por ejemplo, que los debates políticos tenderían a internacionalizarse, a contextualizarse en ámbitos explicativos mayores que quitarían dramatismo a las pequeñas cuitas nacionales.

Entre ellas, las relativas a debates políticos muy locales que éramos incapaces de relativizar cuando los dramas externos estaban ausentes o se percibían lejanos. ¿Qué es una pequeña recesión en un país con un Estado de bienestar sólido comparado con una hambruna en el Cuerno de África? A ello ayudarían las redes sociales y la comunicación instantánea.

Imposible no esbozar una sonrisa amarga ahora, cuando lo que encontramos es lo opuesto, como la reciente situación en Israel y Palestina nos muestra. Pedro Sánchez ha vuelto a decir (esta vez en España y en la televisión pública) que tiene "serias dudas" de que Israel esté cumpliendo el derecho internacional humanitario en su respuesta a los ataques terroristas de Hamás.

El Gobierno israelí ha protestado de nuevo y ha llamado a consultas a su embajadora en Madrid. Algo sorprendente, toda vez que las imágenes que estamos viendo dejan poco lugar a dudas, y las declaraciones del presidente podrían ser vistas antes como un cumplido diplomático.

El PP ha vuelto a criticar la actuación de Sánchez, como era de esperar. El debate político degradado no parece permitir otra cosa, aunque de vez en cuando haya atisbos de lo que podría resultar, como durante la presentación del acuerdo en Doñana entre el Gobierno y la Junta de Andalucía.

Lejos de lo esperado con la globalización, no es la política exterior la que se ha hecho política interior, sino al revés. No hay posicionamiento hacia fuera que no esté influido, cuando no determinado, por la batalla política interna.

Sea sobre Israel o sobre Argentina (por poner los últimos ejemplos), los cálculos coste-beneficio personales, o la estrategia mediática interna, son los que demarcan las posiciones. Lejos de habernos hecho más cosmopolitas y abiertos, la globalización (o, más bien, la mala gestión de sus peores efectos) ha hecho a nuestra parte del mundo más localista y cerrada.

Sin la bruma de la guerra digital se podría ver que PP y PSOE están, en esencia, de acuerdo en el diagnóstico sobre el conflicto entre Israel y Palestina. No hay más que mirar los programas electorales de ambos partidos, o las declaraciones de sus líderes antes de que estallara la crisis. Sucede que la izquierda ha hecho bandera históricamente de la causa palestina, lo que empuja en este ambiente de bloques a la derecha a una identificación sobreactuada con Israel.

No es casual que, de un tiempo a esta parte, hayamos visto declaraciones de políticos o referentes intelectuales de la derecha definirse como pro-israelíes, o declarando su admiración por "la única democracia de la zona". El final de la era laborista y de su concepción más socialista de Israel, y la llegada del liberal (en lo económico) Likud, hizo más fácil esa admiración. Pero el impulso principal sigue siendo más básico y más local: que la izquierda española apoya la causa palestina.

La mayoría de la derecha y sus votantes están igual de horrorizados que los demás ante el sufrimiento en la Franja de Gaza (como lo está la mayoría de la izquierda y sus votantes por los inhumanos atentados y secuestros de Hamás). Pero hay un sector de la derecha política y mediática que imposta una admiración acrítica hacia Israel porque eso molesta a la izquierda, o eso creen. Así no ayudan a Palestina, por supuesto. Pero tampoco a Israel.

Y, lo que es peor, tampoco a España. Porque el Likud y buena parte de sus apoyos tienen una visión no sólo mesiánica de Israel y de sus derechos sobre Palestina, sino que la justifican con un historicismo contrario a los intereses de nuestro país. El primer ministro de Israel dice que no ocupa Cisjordania al construir colonias porque ellos estaban allí hace dos mil años y que los ocupantes son los otros.

A ese sector de la derecha, ¿le parecen razonables estos cimientos retóricos del nacionalismo religioso del Israel de Netanyahu? Si es así, ¿dónde ponemos la fecha a partir de la cual ya no es dable reclamar nada porque nosotros estábamos primero? Entiendo que, por ejemplo en el caso de Granada, nos vendría muy bien que fuera desde 1492.

Mirar lo que ocurre lejos con las gafas de cerca suele dar como resultado la visión borrosa. Y, con mucha probabilidad, un traspiés y un buen porrazo.