La opinión que tenemos sobre la inteligencia artificial tiende a variar según el día y nuestro estado de ánimo.

El lunes es lo mejorcito que nos ha pasado porque nos ha salvado la papeleta en la redacción de una propuesta de marketing.

El martes, mirando al vacío y con la mente puesta en Blade Runner, nos damos cuenta de que va a suponer el fin de la humanidad.

El miércoles vuelve a ser nuestra mejor amiga porque nos hace el menú de la semana. Y el jueves vemos claro que será nuestra ruina porque inevitablemente acabará absorbiendo todos nuestros puestos de trabajo.

El viernes, ya cansados de todo, ya hartos del trabajo y de las comidas y de la vida, nos da absolutamente igual.

Sam Altman, cofundador de OpenAI.

Sam Altman, cofundador de OpenAI. Reuters | Mariia Shalabaieva Omicrono

Teniendo en cuenta este carrusel de emociones, entre los muchos culebrones de estos días, uno que he seguido con gran interés, principalmente porque es digno merecedor de ser la próxima película de David Fincher, es el de Sam Altman y OpenAI. Porque lo que ha pasado en Silicon Valley en menos de una semana ha sido un movidón en toda regla que pone en claro una realidad: la humanidad nos da un poco igual.

Pero no nos adelantemos. Empecemos por el principio.

Una de las premisas más llamativas de OpenAI es que se erigió sobre el principio de la desconfianza. Ese fue su punto de partida. Como sus fundadores no creían que la inteligencia artificial debiese ser liderada por empresas comerciales debido a lo peliagudo del asunto, OpenAI comenzó como un laboratorio de investigación sin ánimo de lucro, sin intereses económicos. Sin pretensiones de querer hacer dinero, sino simplemente pensando en el beneficio por y para la humanidad.

Pasados unos pocos años, y viendo la dificultad de hacer avances significativos sin poder recaudar capital externo, OpenAI se convirtió en una contradicción con patas. Una empresa con ánimo de lucro supervisada por una junta sin ánimo de lucro, y con una cultura corporativa que tiene que hacer gimnasia mental para encontrar su lugar entre estos dos extremos.

Así llegamos al pasado viernes 17. Con una ejecución digna de la peor pesadilla para cualquier trabajador de una start up, Altman fue convocado por el científico jefe de la empresa a una videoconferencia que en un principio iba a ser entre los dos, pero que resultó ser con toda la junta directiva. Una reunión en la que entró siendo el director ejecutivo de OpenAI y de la que salió sin empleo. Y, además, por haber pertenecido a la junta directiva, sin participaciones. Es decir, con una mano delante y otra detrás.

Según se sobreentiende por el comunicado emitido poco después por la empresa y por comentarios posteriores, Altman se habría apartado de la idea fundacional de anteponer la seguridad y las consecuencias de los nuevos productos al afán comercial propio de las empresas tecnológicas, de permanente desarrollo y lanzamiento.

Con este despido "por pérdida de confianza", OpenAI se posicionaba a la contra de su propia industria, dejando su línea muy clara: estamos tan comprometidos con nuestras ideas que preferimos prescindir de nuestra cara más conocida (movimiento que podría acabar en un harakiri), antes que ir en contra de la humanidad.

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Un poético golpe de efecto que empezó a generar admiración precisamente por el hecho de que fuese una empresa tecnológica la que antepusiese nuestros intereses a sus propios intereses económicos. Una decisión basada en principios, no en codicia comercial. Lo nunca visto. Y lo que seguiremos sin ver.

Porque después de seis días cargados de muchas idas y venidas, de nuevos datos, nuevos comunicados, nuevos despidos, nuevos tuits cada pocas horas; con ofertas de trabajo en forma de cuchillos voladores y peticiones firmadas que amenazaban con la dimisión en masa de toda la plantilla si no se acogía de vuelta a su jefe, el drama llegó a su fin tal y como había empezado: con Sam Altman como director ejecutivo de OpenAI. Pero, además, llevándose por delante a la junta directiva que le había dado la patada.

Lo más llamativo de todo este asunto es lo que implica su recontratación: el triunfo del tiburón tech, del individuo, por encima del interés general, del bien común que plantea la necesidad de echar el freno de mano a una inteligencia artificial que, tal vez, se nos esté yendo algo de las manos.

La moraleja que se le podría sacar a todo este culebrón es que, por mucho que te guste e importe la humanidad, la ambición, el dinero y el poder acaban siendo siempre una tentación mucho más jugosa y apetecible. Más triunfal. Aunque, sinceramente, no sé si a día de hoy esto sorprende a alguien. Más bien, nos da un poco igual.