Después de muertos no queda nada, aunque todo depende de la fe que uno tenga y quizá a algunos les quede el cielo. O el infierno.

Gazatíes transportan el cadáver de una víctima de un bombardeo de Israel.

Gazatíes transportan el cadáver de una víctima de un bombardeo de Israel.

Pero aquí, en la Tierra, después de muertos no quedará nada nuestro, alguien borrará los miles de fotografías que ocupan la memoria de nuestro móvil. Tirará nuestra ropa. Los papeles que acumulamos sin saber muy bien por qué. Los cachivaches al fondo de los cajones. Los libros.

Después de muertos no quedará nada, pero seguiremos existiendo en los recuerdos de los que nos conocieron. Seguiremos siendo alguien para ellos. Un hermano, un amigo, un hijo, el profesor del colegio. Nuestra risa aguda, la manera en la que llamábamos al timbre, el ansia con la que nos gustaban las croquetas se conservarán en un trocito de la memoria de todos ellos.

Seguiremos vivos, así, repartidos a pedazos en los recuerdos de mucha gente. Sobreviviendo en fragmentos de lo que fuimos.

Después de muertos seguiremos vivos en fragmentos de memoria de los demás, excepto si los que nos conocieron tampoco existen.

Si las personas con las que compartimos casa, escuela, trabajo, charlas de vecinos o cola en la panadería están muertos como nosotros. Si ha caído una bomba. Dos. Tres. Si nuestra calle ya no existe, nuestro barrio está destruido, nuestra familia borrada de la faz de la tierra. Si además, éramos pobres, y alguien se creía que lo merecíamos. A veces, no seremos ni siquiera un número para sumar a la lista de víctimas.

Después de muertos, entonces, ya no existiremos para nadie.

Quizá, como tampoco lo hacíamos en vida.