Maldita gracia tiene que una tragedia como la de Álvaro Prieto nos pinte a todos la cara como sociedad, porque evidencia el fracaso de un sistema entero. Me da escalofríos que su belleza y su juventud me recuerden a la de mi hermano, o a la de mi primo, o a la de todos los niños felices que no saben cómo colindan en la vida las fiestas y los funerales, cómo se enrocan la alegría y el pánico hasta que son sólo uno, un todo confuso, goteante y azaroso, una bola de cera ardiendo llena de interrogantes para siempre, para siempre, para siempre. 

¿Es culpa de todos, no es culpa de nadie? 

No sé qué es la mala suerte excepto la hora en la que todos los hijos de puta de nuestro alrededor (a veces, nosotros mismos entre ellos) se ponen de acuerdo para colocarnos en el minuto fatal, en el gesto fatal, en el centímetro fatal que nos separa del dolor o de la muerte. No paro de pensar nunca, ni un día, que siempre nos balanceamos dulce y oscuramente en ese limbo. Qué fácil es morirse y qué difícil es mantenerse vivo. 

El joven cordobés Álvaro Prieto.

El joven cordobés Álvaro Prieto. INSTAGRAM

El mundo está lleno de detalles minúsculos y ridículos en sí mismos que diariamente nos salvaron de la tumba. ¿Y si Álvaro hubiese reparado en la hora a tiempo, al cierre de la discoteca, y hubiese llegado a coger el tren que perdió? ¿Y si le hubiese acompañado un amigo a la estación, alguien que luego hubiese podido echarle una mano o aconsejarle otra opción más cabal para regresar a Córdoba? ¿Y si se hubiese llevado un cargador de casa? ¿Y si los empleados de Renfe le hubieran asistido? Esto es importante, ¿y si los adultos se hubiesen comportado como adultos?

Es terrible y paradójicamente poético recordar ahora esa cita de Blanche Duvois en Un tranvía llamado Deseo: "Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos". También yo confío, quizá porque yo misma fui esa desconocida amable que trató de hacer un esfuerzo inesperado por alguien sólo por facilitarle el camino, perdiendo tiempo y, en ocasiones, salud o dinero. A ratos consiguen que te sientas idiota, núbil, inocentona. Pero la mayoría de las veces algo expectora dentro de ti, algo te bombea en el pecho y el mundo te manda un mensaje secreto, un guiño, una sensación de engranaje funcionando, raudo y hermoso, como en Cadena de favores

Entonces es difícil no reconocerse humanista. 

También entiendo que quizá yo vengo de una España que agoniza, de una España mucho menos individualista y agria, bisagra entre la sociedad antigua y la nueva. Cuando nosotros nos criamos, el tendero aún fiaba, los niños le hacíamos recados a las madres por el barrio y hablábamos como viejos porque los viejos también eran nuestros amigos, compañeritos lindos del banco a la tarde, mascando pipas y aburrimiento: nuestros primeros cigarros, sus últimos.

La dialéctica era otra. Las ciudades eran otras. La tela de araña de afectos era otra.

Ahora las relaciones sociales están llenas de vergüenza y de sospecha ("pero ¿cómo voy a pedirle eso?" o "¿qué querrá este, darme un palo?"). Ahora todo mutó a hostil y ya no calculamos cuándo. 

Pero si Álvaro no se educó en un mundo más amable, desde luego, no era su problema. El problema es de los adultos (tremendos responsables silenciosos, brillantes encogiéndose de hombros) que vieron su desesperación y no le tendieron una mano. 

Dicen ahora los de Renfe que le ofrecieron un cargador y le ofrecieron llamar a su madre. Dicen, dicen. ¿Qué van a decir? ¿Pueden demostrarlo? Resultan poco creativos facilitándonos la vida y muy sagaces, sin embargo, cuando se trata de endurecer sus medidas y de asfixiarnos con sus precios y su falta de garantías. Es esa imagen de la soledad alienante del turbocapitalismo: un niño, una mujer, un hombre peleándose con una máquina, gritándole a una máquina, llorándole a una máquina. La máquina es una cosa que cobra, pero que nunca responde. A la máquina no le importa que te mueras hoy. 

Y hay trabajadores que se han tomado muy en serio la revolución industrial y, cada día más mansos y serviles con el amo, perfectos traidores de clase, imitan maravillosamente a la máquina. Son indistinguibles ya. Están sordos al dolor de los otros. 

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Nunca podremos saber, ya no, por qué Álvaro tenía tanta ansiedad por llegar a su casa. Por qué no buscó otro método. ¿Era el nervio de la juventud? ¿Una promesa al día siguiente? ¿Una familia severa? ¿Autoexigencia histérica, hasta kamikaze, de esa que nos va caracterizando a todos y nos vuelve esclavos de nuestra imagen, de nuestra extenuante perfección? 

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¿La policía? ¿Los medios? Hemos dado un espectáculo sin parangón. Tú no sabes dónde carajo estuvieron desplegados los agentes en búsqueda de Álvaro cuando todavía era un desaparecido, y tampoco sabes por qué el cuerpo lo encuentra un reportero atónito mientras su cámara amplía el tren del terror y en plató colocan la palabra "exclusiva" en pantalla para arrepentirse después, como ratillas. Es del todo ineficiente, del todo denigrante, del todo perverso.

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Me asusta la imagen patria de nuestros muertos. Nuestra moralina imposible de ocultar, terca, sebosa y reaccionaria. Nuestras ganas de hacer santos a los chicos responsables y demonios a los díscolos. Estos días escuchabas que el chaval fallecido era "deportista", casi como sinónimo de "beato". Estos días escuchabas que era un "estudiante modelo", un muchacho "sin enemigos". No entiendo qué significa eso ni por qué así parece que su muerte adquiere más peso. 

¿Será menos injusta su pérdida si se demuestra que esa noche bebió más de la cuenta o se drogó? ¿Y a mí qué me importa eso? ¿Hubiera sido menos triste esta resolución si el chiquillo hubiese repetido el curso anterior o no hubiese sido el mayor goleador de su promoción? España te dice algo, sibilinamente. Si no eres perfecto, estás tentando a la muerte. España te dice que mereces más la vida cuanto menos la transgredes. España te amará si eres puro, si eres abstemio, si eres guapo, si eres blanco, si eres estudioso, si haces deporte, si no te dejas llevar por el deseo.

Sólo entonces España te llorará. Sólo entonces te lloraremos.