El de Iberiana fue el primer bulo de la España contemporánea. Además, fue un bulo reaccionario (y conspiranoico) contra los liberales de Cádiz.

Las falsificaciones documentales, asunto al que Caro Baroja dedicó un interesante libro (como todo lo suyo), fueron una constante histórica motivada, fundamentalmente, por intereses políticos.

Caricatura de Fernando VII, realizada por Thomas Rowlandson.

Caricatura de Fernando VII, realizada por Thomas Rowlandson. British Museum

Desde la donación de Constantino, bulo documental en el que se fundamenta el Imperio carolingio, hasta los poemas de Ossián, fruto de una falsificación de James MacPherson en el siglo XVIII, y que fueron base de esa celtomanía que tanto ruido hizo en el romántico siglo XIX y que aún sigue haciendo en el XXI de la mano del nacionalismo gallego y otros movimientos: los bulos, a veces media verdades, son habituales en la historia. Forman parte de las intrigas políticas y su estudio es tan necesario como el de la narración veraz.

El primer bulo de la historia contemporánea española se produjo durante la guerra del francés, a finales de 1813. Con él se trató de vincular a los liberales de Cádiz con el enemigo, intentando arrojar sobre los diputados gaditanos la sombra de la conspiración. Y transformarlos, por tanto, en enemigos de la nación.

Se trata del affaire del impostor Audinot, poco conocido hoy, pero que tuvo gran repercusión en su momento. Los serviles, la derecha primaria absolutista, lo utilizaron como prueba de la complicidad entre liberales y franceses, idea que los reaccionarios (desde Rafael de Vélez hasta Capmany) llevaban defendiendo obsesivamente desde 1808 para desacreditar los planteamientos del liberalismo gaditano.

Una táctica o metodología, por cierto, que, en buena medida, continúa en la actualidad. El episodio de Audinot fue el principio de una serie. Llega hasta la idea, defendida durante la pandemia coronavírica reciente, de que el virus fue extendido por el "comunismo chino" para dominar el mundo. Algo que se llegó a oír en el Congreso de los Diputados de la mano de los líderes de Vox.

El asunto ocurrió de la siguiente manera. Un ciudadano francés que había sido detenido por las autoridades españolas en Baza, a finales de 1813, declaró ser Luis Audinot, un supuesto general napoleónico que habría llegado a España siguiendo órdenes directas del emperador (aunque el ardid se la atribuía a Talleyrand) con la intención de establecer una república jacobina en España llamada Iberiana. Iba a servirse para ello de la ayuda de destacados liberales (el nombre que más sonaba era el de Agustín de Argüelles, como presunto cómplice del enemigo).

En febrero de 1814, la prensa absolutista, especialmente El Procurador General y La Atalaya, aprovechó el asunto para tratar de desprestigiar al Consejo de Regencia. También para lanzar a todos los vientos la noticia y los detalles de una conspiración de los liberales para arrebatar los derechos del trono a Fernando VII e instaurar una república jacobina. El periódico La Atalaya llegó incluso a publicar la Constitución fundamental que supuestamente habrían redactado los conspiradores jacobinos para destruir al trono y al altar y corromper al pueblo.

Toda esta hinchazón se desinfló al poco tiempo. Y la república Iberiana se esfumó al descubrirse como engaño conspiranoico, fabricado por la propia prensa servil tras agitar el mito reaccionario. O sea, el de los liberales inspirados por el mismísimo demonio para acabar con las sacrosantas instituciones del trono y el altar.

Así, la fantástica conspiración no pasó de ser una calumnia. Y las menciones a Audinot y a Iberiana desaparecieron de la prensa servil, tras esos meses de agitación, tan rápido como habían aparecido.

El supuesto general Audinot resultó ser un simple francés llamado Juan Barteau. Al confesar su verdadera identidad, implicó a varios personajes del partido servil, por lo que, una vez restaurado Fernando VII en el trono, rápidamente se olvidó este tenebroso asunto.

Desentendiéndose del pobre Barteau, el partido reaccionario se apresuró a echar tierra sobre el asunto, de tal manera que el impostor termina muriendo solo y abandonado. "Desesperado y fuera de sí suicidose dentro de su prisión", dice el Conde de Toreno al relatar este sórdido asunto.