A Pedro Sánchez le odia mucha gente con pasmosa facilidad. Esto vengo observándolo con interés. El odio a Sánchez es cómodo porque se puede compaginar con cualquier otra actividad diaria. Es un odio multitasking, que dicen ahora los anglófilos; es un odio que no interrumpe la vida, sino que la adereza: le da color como una crónica y sentido como una religión.

Les he visto. Son millones de criaturas y están por todas partes. Caminan por la calle mientras odian a Sánchez, le odian mientras toman el metro y mientras besan a sus hijos en la frente antes de acostarles, le odian cuando les vence el sueño en la página 182 del thriller que andan leyendo y cuando lo depositan en la mesilla, extenuados, débiles, apagando la última luz de la casa. 

Pedro Sánchez.

Pedro Sánchez. Tomás Serrano.

Le siguen odiando al día siguiente en el supermercado, en el ascensor, en la oficina o en el andamio, le odian fuerte soplando las velas de su propio cumpleaños, le odian tanto que gastan su único deseo disponible (como una bala en la recámara) en soñar que se vaya Perro de una vez por todas y se lo dicen así a los hados, a bocajarro, "que se vaya Perro al carajo, hombre", apretando las sienes. Y la providencia les hace un guiño prometedor. 

A Sánchez se le menta ya como al tiempo, como por hablar de algo (de algo molesto, entiéndase, de un sarpullido común, democrático) porque el hombre se ha hecho bola como la ola de calor: la peña ha sustituido el clásico "hay que ver la solana que está cayendo hoy" por "fíjate tú el sinvergüenza éste que tenemos de presidente, ¿no?". Cuando acabe el terralazo y la campaña, casi a la vez, será una liberación para todas y todos y todes y todus, eso seguro. Será mejor que parir. 

Pero, entre tanto, un runrún de odio a Sánchez resuena en toda España, un zumbido sordo, un pensamiento colectivo rayano en la conspiración. 

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Los haters de Sánchez son legión y entre sus filas se encuentran, además, infinitos seres rabiosamente buenos al estilo machadiano, seres que amo con éste, mi maltrecho corazón, como mi taxista, mi estanquero, el encargado de mi bar de abajo y, sin ir más lejos, mi santa madre. "Este finde a votar, ¿no, cariño?", me dijo hace unos días. "Sí, mami, voy a ver si me saco un tren para Málaga, que alguien tendrá que parar el fascismo", exageré, para chincharla. Carraspeó.

La imaginé con el gesto que se le pone en la cara cuando recibe una verdadera sorpresa, un comentario inesperado, con las cejas hacia arriba y la frente despejada. Me sonreí al teléfono, zorrupia como soy. "Bueno, nena, que tenemos muchas ganas de verte, pero tú mejor con ese tema calladita que vaya comidas me vais a dar si no", anunció. Y punto, que lo que dice doña Rosa va a misa.

A Sánchez se le aborrece por razones que a veces no están del todo claras, como si llegasen de un telefóno descacharrado o del grupo de Whatsapp de tu cuñado, pero total, qué más da, el odio tiene estas cosas, estos dejes, estas taritas. Cuando es genuino y caliente y nuclear, cuando es como un géiser o como un esputo, nace directamente de la víscera y no entra al raciocinio ni al dato, ni falta que hace.

Creo que era Chesterton quien decía que a los demás se les admira por razones de peso, pero que se les ama inexplicablemente. Pues con esto pasa igual: se le tiene coraje a Sánchez como a Ramoncín o a Risto Mejide. Es una aversión que se justifica en sí misma. Odiar es para siempre

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De todos modos, lo peor nunca es que te odie cierta gente, sino que los que te defiendan tampoco lo hagan con mucha entrega, con mucha honra. Es un poco lo que le pasa a Pedro. Los que van a votarle lo harán por miedo a un pacto del PP con Vox, porque les resulta "lo menos malo", no porque le elijan hondamente como opción. Sánchez ha hecho una buena campaña, sí, pero si consigue no quedar humillado electoralmente, será porque el bloque de izquierdas se movilizará por pánico a un Abascal vicepresidente. 

Lo curioso es que Feijóo tampoco emociona, vaya dos patas para un banco. En estas elecciones se vota contra Sánchez o a favor de la izquierda. Esas son las únicas pasiones que siguen en pie. 

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Su soberbia ha resultado cargante para unos y para otros, su rollito gentleman, el fracaso estrepitoso e inexcusable de su ley del sólo sí es sí, su ya barrida ministra Montero, una incapaz supina con ideas de lunática. Cómo han contribuido esos dos a la división del feminismo con la chaladura de la Ley Trans, qué piezas, qué dulces. Por no hablar de lo que ha tocado la moral su Bildu, sus indultitos, su derogación del delito de sedición. 

Desde luego, hay razones para ser críticos con él, pero, al cabo, no tantas como para ser tan demoledores. El resto lo hace la rabia personal que se le tiene, ese aura oscura y misteriosa que consigue que no se le ame a gusto. 

Nadie parece valorar el cambio positivo que ha experimentado en los últimos tiempos. Cómo ha adquirido discurso, presencia internacional, empaque. 

Ni siquiera su belleza autoconsciente conmueve. Y mira que está guapo. Está guapísimo. Cansado luce mejor, más maduro y herido, más escéptico, como Brad Pitt (salvando las distancias). Pero es una hermosura triste, una hermosura circular que se muerde la cola, una hermosura obsesionada por su propio recorrido que, para su disgusto, no pasará a la historia (ninguna lo hace, todas se embotan por el camino). 

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No es del todo un presidente. Es la carcasa de un presidente. 

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