En su Ensayo sobre lo cursi, Ramón Gómez de la Serna encuentra entrañable la afectación. Ve humanidad tierna en quien se llena la lengua de lacitos. Solís, también Ramón, sospecha que en ellos nace la palabra: las hermanas Sicour, hijas de un sastre francés, ocultaban con ribetes los remiendos de sus vestidos. Los vecinos de Cádiz, donde vivían las niñas, les canturreaban coplillas con su apellido, al que, repetido sin tomar aire, le pasa lo que a monja con jamón.

La intuición de Ortega y Gasset, entonces, ilumina la anécdota: si cursi es el que se niega a comprenderse desde fuera, el concepto sólo podía surgir en un pueblo que, como el español con respecto al europeo durante el siglo XIX, busca acoplarse a la atmósfera que lo rodea. Así, lo cursi es ínfula y sobreactuación, empeñarse en demostrar a qué grupo se pertenece. Vivir, en definitiva, para el otro.

El escritor Javier Castillo preguntó en sus redes sociales si era correcto emplear la palabra "embarazados" para, como él hacía, referirse a la pareja que espera un hijo. La granizada de reacciones le ha acabado borrando el tuit. Ese masculino genérico, en apariencia simpaticón y generoso, un poquito aliado, progresista y solidario, difumina que es sólo a ella a la que durante medio año se le sube el intestino a la altura de las costillas, a la que el revuelo de hormonas le provoca amnesia a corto plazo, a la que se le raja el pecho cuando amamanta, a la que, como no se acuerde de contraer los músculos correctos, una carcajada tras dar a luz puede cambiarle el color de la ropa anterior. Y, además, es cursi.

Las palabras son lo que los hablantes quieren que sean. La poesía las ahorma, la costumbre las vacía, la política las remoldea. A una palabra el contexto la infecta y la rellena. Una palabra es un tupper. Y también un código de barras. Quienes "ponen el foco" en cómo "performa" la "sinergia" ideada para "petarlo" "en redes" se revelan como alguaciles de la vaporosa industria del marketing. Quien acude a "literalmente" para enfatizar algo figurado ya chiva ella solita que el adverbio le ha entrado por el oído y bajado por la lengua sin pasar por el cerebro. En "una tía chulísima" vive un votante de Sumar. En "violencia intrafamiliar", de Vox.

Embarazada sólo puede ser a quien el útero se le descompone cada veintiocho días y le pregunta a una amiga al levantarse de la silla del bar si se ha manchado el pantalón porque se acuerda de que con 13 años se pringó la falda del uniforme del colegio.

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Allí las alumnas entraban en clase gritando que les había venido la regla y debatían en la cola del comedor si seguirían haciendo sus actividades deportivas extraescolares pese a la sangre. Ahora, durante quince días al mes, su piel parece pulida por Canova y durante los siguientes empieza a oscurecérsele, de golpe un grano le montañea la línea de la mandíbula. Porque sus caracteres secundarios anuncian su potencial gestacional, en la entrevista previa a un ascenso su superior le pregunta si además del perro que tiene ahora, jaja, qué monada, porque tú qué edad tienes, a ver, planea también tener niños. De las expectativas enraizadas en su biología y fisionomía, es decir, el sexo, se ordeñan prejuicios y amenazas, o sea, el género.

Si De Beauvoir se pone por delante, a ser "mujer" se llega. Una se deja el pelo largo, se agujerea las orejas, habla suave en una reunión para que no la etiqueten como histérica, afloja 40 euros en una manicura semipermanente y pide la reducción de jornada para cuidar a sus hijos hasta que alcancen sexto de Primaria. Con algunos tics marcados, entender que quien está enfrente es mujer no debería ser problema. La percepción ajena puede validar el indicio. Pero con De Beauvoir o sin ella, no hay un camino para convertirse en hembra. El prejuicio, la consecuencia y la secuela de la potencial gestación barrenan de una manera concreta e irreproducible su experiencia en el mundo. Esta categoría, atravesada por la naturaleza, se cierra.

La libertad de mostrarse como cada individuo desee debería permanecer siempre respetada. Disparidad y distinción, límite y conciencia, no deberían implicar la anulación o la desprotección del otro, ni en esta dirección ni en aquella. Quizás sólo haya que rellenar de nuevo las palabras, que, mientras se transforman para asir la esencia de la realidad, sólo son fiambreras.