Cuenta el diseñador Rick Owens en una entrevista reciente que si el negocio de la moda no le hubiera salido como lo ha hecho, le habría gustado ser el jefe de jardinería del Vaticano. Si sus zapatillas deportivas, chaquetas de cuero y vestidos drapeados no hubieran cuajado en el mercado sartorial, el californiano se habría dedicado, Dios mediante, a cuidar los setos del papa.

El papa en los jardines del Vaticano.

El papa en los jardines del Vaticano. Reuters

La suya quizás es la respuesta más interesante a la pregunta comodín de los entrevistadores, que suelen forzar a actores y cantantes a confesar que entre sus pulsiones más reprimidas se encuentra la de ser astronautas, investigadores oncológicos o monjes contemplativos.

Owens, si la imaginación no se desvía, fantasea con pasear al sol mientras observa el color de las hojas, vigila el ritmo de los sistemas de riego, abandona los pesticidas químicos por otros ecológicos, comprueba que los pétalos de las rosas blancas no se reblandecen y manchan de un marrón casi traslúcido, del color del té con leche.

Como lo que se desconoce se idealiza, intuyo que el jefe real de jardinería del Vaticano, Rafael Tornini, además de diseñar sistemas para transformar los restos de la poda en compost, acostumbrará a tatuarse en el reverso de las manos el trazo raquítico de las espinas de los rosales y en los antebrazos, la cicatriz deforme de las picaduras de avispa. Algo debe de apestar entre los matorrales. Las plantas requieren de abono.

Pero la idea de Owens refresca. Una misión tranquila, sin gritos ni prisas, sin carreras ni derroche de egos (ya los domestica la impredecibilidad de la naturaleza), el silencio del jardín, el aislamiento que regalan unos árboles enquistados en las tripas de una ciudad vida. Procurar la belleza rodeado de belleza, sin perder los tornillos, sin aspavientos de ermitaño. Un trabajo bien retribuido, pero que no paga la entrada de un jet, y lo que más se busca: la tranquilidad.

Mi sospecha es que, por lo general, todos andamos tras lo mismo. Colmar el sentido de la justicia, que los momentos de placer no sean excepcionales y que el amor se corresponda. Se alcanza una edad y, con la persecución de la dopamina ralentizada, lo que una quiere es que la dejen tranquilita.

Que el casero no mande también este año un correo para notificar la subida del alquiler, que la última semana del mes la app del banco no la bombardee con alertas en letra mayúscula, que no le cuenten a qué hora tiene que volver a casa de los bares en los que descansa de la pantalla del ordenador y que no le bailen una rumbita en la cara mientras le aseguran que la subida de la presión fiscal va a aumentarle también los niveles de felicidad.

En la adultez, a lo que a una aspira es que no la tomen por niña. Cuando la irreversibilidad del tiempo se instala en la conciencia y se entrevé que la vida va en serio, lo que una quiere es que el techo se mantenga firme sobre su cabeza y que el atardecer no la pille a diario en un edificio de bombillas fluorescentes.

O, como Owens, poder imitar de vez en cuando a Jude Law repantingado con un cigarrito en los jardines del Vaticano. O, si no queda otra, en una silla plegable de Ikea en el balconcito de casa.