Para llamar a la muerte sólo hay que nacer. Estando vivo, estirar la pata se convierte en una cuestión de paciencia.

Hay, no obstante, opositores a cadáver que hincan los codos con un entusiasmo sobresaliente, espeso e indisoluble, de mayor calidad. Se dedican, en su preparación, a saltar sin protección desde la trigésima planta de un edificio en obras de Málaga o a buscar, encerrados en una capsulita de titanio, los restos de un transatlántico naufragado hace más de un siglo. La hibris le limpia las manos a la desgracia y le pone cara de tonto al envalentonado. Al pésame le colea, entonces, un telodije. 

Para que la muerte llame sólo hay que esperar. Un cacahuete se desvía y atasca el flujo de aire, un disgusto le pone a galopar el corazón a quien pasa diez horas al día sentado frente al ordenador y catapum, su próximo edredón será ecológico, incluso compostable, sólo fibras naturales: madera de pino. 

El colegio junto a mi casa ha comenzado las vacaciones y ya no se oyen, cada dos horas, puntualmente, las voces chillonas de los niños que buscan la pelota, que corren hacia el comedor, que juegan a ser Aitana. A veces me irrita (la música de cualquier fiesta es sólo ruido si no estás invitada), a veces me gusta dejar las ventanas abiertas y que el jolgorio de la libertad programada se cuele en las habitaciones. Me sorprende que entre obligaciones y deberes se infiltre la fiesta. La vida, en la infancia, no se relega al fin de semana.

De que en la adultez sucede lo opuesto escribe Azahara Alonso en Gozo. Desde una isla de Malta, la escritora descubre que su vida sólo le era accesible en vacaciones. El resto de las horas pertenecían a sus jefes. La mayor parte de su semana estaba en manos de otros.

Del sistema laboral que ahora manejamos me obsesionan un par de sospechas. La primera: abundan los cabecillas, managers y responsables que han asumido que la vida de sus empleados y subalternos les pertenece. Por ser ellos quienes validan el salario, se arrogan el señorío de sus horas. Conscientes de que todo trabajador es reemplazable, de que cualquier becario recién graduado desempeñaría las mismas funciones por la mitad del dinero, convierten el miedo en su principal instrumento de pastoreo.

Trabajadores en una oficina.

Trabajadores en una oficina. Reuters

El empleado, entonces, fustigado por amenazas del acomplejadito que sabe que no ostenta autoridad sobre los demás, sino poder, puede perder la conexión emocional con la empresa a la que entrega su trabajo y sus resultados, por tanto, terminar resentidos. En cualquier momento, total, puede acabar él en la calle. Y en la calle hace mucho frío. Y calor. Se lo recuerda a diario su jefe. 

Pero el empleado también puede donarse voluntariamente a la empresa. Recuerda Alonso una frase de Franco Berardi: "Los trabajadores ya no existen. Existe su tiempo. Ya no entregamos sólo nuestra mano de obra. Si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad".

Segunda sospecha. Quienes presumen de explotación laboral con un racimo de "ay, es que estoy hasta arriba, es que no me da la vida" sólo se delatan como desgraciados. En la queja pretenden camuflar un alarde. Anuncian, mientras se ajustan el mechoncito de pelo tras la oreja y pestañean, que son necesarios.

Procuran informar de que los reclaman, los aclaman, son imprescindibles para que todo salga bien, llegan los primeros ("cuando no hay nadie aquí se trabaja mejor, ¿sabes?, es mi momento, se piensa con más claridad, me inundan las ideas") y se van los últimos, un empleado total, un niño muy buenecito, una víctima de la versión laboral del síndrome de Münchhausen, su identidad compuesta por hojas de Excel entregadas, correos contestados y horas ingresadas en el sistema de fichaje.

Una persona-máquina, una herramienta con pelos, casi más cifra que célula, con su autoestima fiada a lo que produce, a lo que genera para otros. Un pringao. 

Los que ahora se incorporan a la rueda laboral no quieren ser un puesto de trabajo. El informe Workmonitor 2023 de Randstad asegura que en la generación Z están dispuestos a abandonar un empleo que les impida la conciliación personal. Mi generación es la previa y observo algo parecido. Ya no importa tanto el sueño, ya da un poco más igual la carrera. Ya se evita emplear el verbo "ser", que limita y encadena, y se opta por "trabajar como", "ocuparse de". Lo único que te tiene que llenar el trabajo es la cuenta corriente. La autorrealización, mejor en la playa.

Sin él no hay quien sobreviva en el sistema que hemos heredado, pero parte del valor del trabajo reside en la sensación de contribuir a un bien mayor que devuelve. Una sale de sí misma, se ata a la sociedad y de aquella dedicación se extrae un resultado en teoría provechoso.

Se trata de un incordio (el transporte, la espalda, las horas) que proporciona, tal y como espera el cerebro, una recompensa. Pero aún se le regalan horas como si por no poder tocarlas no existieran, no pasaran, como si fueran de mentirijillas. Como si un señor que salta desde la trigésima planta de un edificio en obras de Málaga no nos pudiera caer en la cabeza cualquier día. 

Ni la generación milenial ni la Z están compuestas por vagos, gandules y maleantes. A la conciencia de la limitación (y la finitud) del tiempo se le une la desafección con las empresas. En la calle, lo dicen desde que la punta del pie toca la moqueta, hace mucho frío. Y también calor. Un hilo de Reddit lo explica con sencillez lúcida: dentro de veinte años los únicos que van a recordar que te quedabas hasta las tantas en la oficina son tus hijos. Los jefes que necesiten devoción que se compren un perrito. 

Sigue Alonso: "La vida tendría que ser una suerte de tiempo libre con pequeñas interrupciones". Cita a Bob Black: "No hay que dejar de hacer cosas, hay que crear una nueva forma de vida basada en el juego, una revolución lúdica. El gozo, digo yo".

Que el tiempo libre se invierta, casi que desaparezca. Que el trabajo no sea sanguijuela. Propone Yolanda Díaz en Twitter quitar una hora de trabajo al día y la chanza se encadena en las respuestas, como si entre junio y septiembre, con los horarios comprimidos, nadie moviera un dedo desde Requesens hasta La Gomera. Como si antes de 1866 las horas de trabajo semanales hubieran sido siempre cuarenta. 

Resulta divertido (con reparo y dolorcito) ver a quienes están en la cincuentena plañir y pitorrearse de que las nuevas generaciones no quieran entregar su vida en ofrenda a una institución, a una empresa. No entienden que ni la milenial ni la Z están compuestas por vagos, gandules y maleantes.

Aquí, sucede, menos se han tragado la ética estadounidense y más, parece, buscan otra concepción del éxito (adueñarse del tiempo, una autonomía honesta). Quizá la generación boomer adolezca de otra miseria: tal vez sufra la irritación de quien, al mirarse al espejo, encuentra cuestionadas las decisiones que han moldeado su vida.