Corresponde a los franceses abrir los debates que consideren oportunos sobre las condiciones creadas para que un adolescente de las viviendas sociales, sin trabajo estable, pasee un Mercedes Clase A de 50.000 euros por las calles de París con naturalidad, al margen de la ley. O sobre las derivas nacionales que provocan que un ciudadano francés, al ser detenido en un control policial, con un cañón a un metro del pecho, no apague el motor para abandonar el vehículo con las manos a la vista, sino que hunda el acelerador para darse a la fuga sin miedo a la réplica. Todo se puede plantear sin necesidad de justificar el desenlace.

Un episodio más de los disturbios en París durante el pasado fin de semana.

Un episodio más de los disturbios en París durante el pasado fin de semana. Stephanie Lecocq Reuters

Los franceses podrán discutir sus miserias u ocultarlas a veinte kilómetros del centro, como de costumbre, o reservar días y noches enteras a especular sobre el impulso "racista" de un agente admirado por los compañeros, condecorado y respetado, para dejarse vencer por la tentación del gatillo y disparar a bocajarro a un muchacho "con vocación de electricista". Las tardes de domingo se pueden llenar de cualquier manera, hasta la caricatura. Pero, de todos los debates imaginables, ninguno es más autodestructivo y aberrante que el abierto por la izquierda más votada: ¿acaso no tienen derecho los muchachos del extrarradio a expresarse, a riesgo de provocar unas noches de disturbios?

Todos los debates mueren, en una democracia europea, cuando se aprueba o invoca la violencia. Después de una semana de pesadilla, de más de dos millares de detenidos, de decenas de agentes agredidos, de un bombero (24 años) muerto, de un alcalde asaltado en su casa, de cientos de millones de euros en daños, a Jean-Luc Mélenchon no se le ha conocido una palabra clara de rabia o censura contra los bárbaros, sino súplicas de "respeto" para las gentes de la "revuelta", salpimentadas con análisis para el delirio. "Vivimos en una forma de lucha de clases", sostuvo en una entrevista. "Los pobres se rebelan y los ricos los desprecian".

Se me escapan los motivos de fondo para el desastre. Apenas conozco por los periódicos la vida en las periferias de las capitales (todos dicen banlieus), si predomina la lógica del narcotráfico o el islam sobre los principios republicanos, si los franceses blancos mantienen privilegios sobre los franceses negros, si los policías de patrulla soportan humillaciones diarias y los jefes miran a otro lado, si los chicos imberbes (nunca son chicas) se dedican a la ratería y el chanchullo, y no pasan por clase desde primaria. Si reproducen los fracasos de la multiculturalidad o si el rumbo se enderezará de alguna manera. Apenas me hago una imagen aproximada, vaya. Pero detecto el clasismo y el nihilismo cuando pasa por delante, y el tufo que desprende Mélenchon atraviesa los Pirineos.

[Opinión: Hay que bloquear a Jean-Luc Mélenchon]

El elegido de la izquierda para desafiar la presidencia de Emmanuel Macron ve con buenos ojos que la igualdad ante la ley admita excepciones raciales. Atribuye a la criminalidad más básica una épica política. Afirma sin pestañear que los saqueadores representan a las familias de la periferia. Disculpa los métodos criminales de una minoría, incluso cuando se les reprende desde sus comunidades. Confunde la clase con la etnia y reclama comprensión a los trabajadores que presume blancos, al tipo con el coche o el restaurante carbonizado, por un sufrimiento ajeno por el que no pregunta, pero intuye.

El candidato de la izquierda justifica que no haya Dios que se atreva a pisar la calle, sin sonrojo, y acepta que los bárbaros la tomen contra los símbolos de la República (las comisarías, los ayuntamientos, las bibliotecas, las escuelas) como modo de desahogo o como derecho de revancha. Porque, en realidad, en la izquierda más votada de Francia se impone el pensamiento más ponzoñoso que atraviesa Occidente: la idea de que nuestra civilización sólo se entiende desde las lentes del colonialismo, el racismo y la esclavitud, y las reacciones de los desheredados y los oprimidos son la justa reprimenda a los pecados de nuestra historia.

Mélenchon es, en fin, el reflejo de la izquierda que ve todos los defectos de nuestros antepasados sin ninguna de sus virtudes. Y encarna, con su visceralidad y su odio, la idea más desafiante de nuestras sociedades, cimentadas en la lucha contra los bárbaros y la tiranía.

Ningún francés viste con peor percha los valores de la Revolución que Mélenchon. A menudo asoma la izquierda racionalista, desde el Partido Comunista liderado por Fabien Roussel, para recordar lo esencial. "La violencia que está teniendo lugar a manos de una minoría es inaceptable", dijo en un acto político del domingo. "Queremos orden y justicia, respeto para cada ciudadano sin importar dónde viva, o su edad, o su color de piel, o su religión. La igualdad republicana es lo que queremos para cada uno de nosotros". Pero la izquierda de Roussel apenas rasca un puñado de votos.

Si Mélenchon es lo mejor que puede ofrecer la izquierda francesa, si la propuesta ganadora es el martirio y la renuncia, la muerte cerebral, el desprecio por uno mismo, sólo queda el lepenismo. Y cuando llegue, a menos que la élite de París lo impida, la depresión no será exclusiva de Francia.