Cada junio, un fantasma recorre Occidente: el fantasma del postureo. Un temporal de narcisismo identitario y de fetichismo de la diversidad.

No procede en los tiempos de la política como mercadotecnia sustraerse a la ideología de moda. Y por eso empresas, instituciones y gobiernos nacionales y supranacionales mudan sus pieles y se revisten de la policromía del movimiento LGTB en sus más novedosas declinaciones. Resulta que las sociedades pluralistas son cada vez más las de la uniformidad de la diferencia indiferenciada.

La bandera LGTB entre dos banderas estadounidenses en la fachada sur de la Casa Blanca, el pasado sábado en Washington.

La bandera LGTB entre dos banderas estadounidenses en la fachada sur de la Casa Blanca, el pasado sábado en Washington. Reuters

La fiebre de la ostensión moral ha llegado hasta la mismísima Casa Blanca, que el pasado sábado albergó una estrafalaria celebración del Orgullo que se diría concebida expresamente para corresponder a los estereotipos que muchos tienen del colectivo.

Es razonable la escandalera armada por la inaudita decisión de Joe Biden de colocar la bandera arcoíris junto a la americana. Y es que resulta irónico que la militancia progresista, tan iconoclasta con las banderas nacionales, no consideren sus pendones, en cambio, meros "trapos" insignificantes.

Algo doblemente contradictorio, pues con impostada ingenuidad plantean en qué puede afectarles una insignia tan inocua a los refractarios a la ideología de género. ¿Quién te obliga a cambiarte de sexo o a modificar tu orientación sexual?

Una argumentación palmariamente pueril y tramposa, en la medida en que los poderes públicos están abrazando y fomentando una agenda queer que se concreta en la sobrerrepresentación de un sector de la sociedad muy minoritario.

La puesta en escena del show del sábado en Washington debe entenderse como una de esas ceremonias civiles o solemnidades seculares sustitutivas con las que el Estado suple el imaginario tradicional depuesto. Porque la ideología woke cumple en realidad la misma función que la religión, y en muchos lugares va camino de convertirse en una religión de Estado.

Pero ¿cómo es posible el regreso por la puerta de atrás a un Estado confesional, si se nos dijo que la esfera pública es una instancia valorativamente aséptica en la que no tienen cabida los sistemas de creencias particulares?

El vericueto mediante el cual la ideología de género puede violar el principio fundacional del Estado liberal, según el cual no se puede imponer una moral sobre el resto, y así permear e impregnar las instituciones, es el disfraz del lenguaje de los derechos universales.

Baste recordar a nuestra malograda Irene Montero, para quien el aberrante principio de la libre autodeterminación de género forma parte de los derechos humanos.

No se puede obviar, en cualquier caso, que es inoperante para frenar el rodillo woke la reivindicación del modelo liberal clásico y del regreso a un marco consensual moralmente neutro, en el que para garantizar el acceso igualitario al espacio público se proscriba la discriminación sobre la base del credo que se profesa o de cualquier otro atributo no universal.

Porque la misma lógica que se denuncia afecta al principio liberal: una particularidad que se erige mediante una mascarada como universal. Es decir, que la neutralidad estatal siempre ha sido una ilusión. Debajo de esa abstracción subyace un esquema que materializa y promueve su propio sistema de valores. En este caso, el ideario progresista ha llenado el vacío que dejó la expulsión de la religión del espacio público.

El Estado liberal impone su propia antropología, su propia metafísica y su propio modelo de sociedad individualista, del que el movimiento LGTB es tan solo su última degeneración. Los presupuestos del liberalismo, totalitarios y disolventes, subvierten todo el sistema de costumbres, y su régimen de laicidad se desarrolla lógicamente hacia el laicismo. Es decir, hacia una religión sustitutiva, saturada ahora por la ideología de género.

Lo verdaderamente revelador de todo esto es que son los progresistas, y no los conservadores religiosos, quienes realmente han mezclado Iglesia y Estado. La doctrina liberal de la separación Iglesia/Estado es, paradójicamente, lo que acaba haciéndolos indistinguibles.

Era la doctrina cristiana de las dos espadas la que permitía mantener Iglesia y Estado como esferas autónomas, conservando cada una su idiosincrasia y pudiendo la primera influir, informar y orientar a la segunda. Bajo el esquema liberal, en cambio, se solapan política y religión, y se identifican ambas esferas. Cuando el Estado es también Iglesia, el credo progresista puede convertirse en religión oficial.

No deja de ser curioso que el propio símbolo del arcoíris, que ha pasado a representar al movimiento LGTB, tuviera originariamente el significado bíblico de la Alianza entre Dios y los hombres. E igualmente elocuente para la tesis de una secularización de conceptos teológicos y del reemplazo de un credo por otro es el recurso al término 'orgullo', como insurrección frente a un orden en conformidad con la ley natural y la voluntad divina.

Junio es el mes del Orgullo. También el del Sagrado Corazón de Jesús.