El pasado viernes, la OMS decretó el fin de la emergencia internacional por la Covid-19, dando así por cerrada la crisis sanitaria. La declaración oficial del final de la pandemia ha pasado sin pena ni gloria para una inmensa mayoría de la población que ya había dejado atrás la situación de excepcionalidad permanente en la que los poderes públicos han querido mantenernos.

Pero el fin de la emergencia de salud pública brinda una oportunidad para hacer un ejercicio de memoria democrática, a la vista de que la acelerada amnesia colectiva puede ensombrecer el hecho de que los gobiernos (y el español en particular) han perpetrado durante más de tres años una de las mayores trapacerías e indignidades de la historia reciente. Y lo han hecho sin recato ni arrepentimiento alguno.

Pedro Sánchez junto a Fernando Simón.

Pedro Sánchez junto a Fernando Simón. Efe

No se puede olvidar que el Gobierno español decretó el confinamiento más duro de Europa, con un estado de alarma concebido para durar quince días que se acabó prolongando durante más de cien. No se puede olvidar que poco después de que decayese este estado de excepción encubierto se declaró un nuevo estado de alarma que trajo el toque de queda nocturno (y que comunidades como Andalucía y Castilla y León quisieron adelantar a las 20:00) y volvió a suspender de forma ilegal la libertad deambulatoria y a restringir severamente los derechos fundamentales.

No se puede olvidar que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales ambos estados de alarma, que le sirvieron a Pedro Sánchez para cerrar el Congreso y zafarse de todos los contrapesos a su discrecionalidad omnímoda.

No se puede olvidar que sólo el pasado febrero se eliminó definitivamente la obligatoriedad de llevar mascarilla en el transporte público, habiendo sido España uno de los países donde más se ha demorado su retirada.

Para el uso de mascarillas, como para la gran mayoría de medidas impuestas durante la pandemia, se invocó la autoridad de "la ciencia". Pero lo cierto es que esa misma ciencia no ha dejado de reafirmar lo que ya apuntaban los estudios prepandémicos sobre la eficacia de las mascarillas: que no hay evidencia significativa de que los cubrebocas ayuden a frenar la propagación de virus respiratorios (véase la literatura académica recopilada por Geoff Shullenberger).

Si, contrariamente a la intuición del vulgo, no se ha encontrado una relación directa entre el uso de mascarillas y una disminución de las tasas de contagio, ¿por qué desde mayo de 2020 el Gobierno nos forzó a cubrirnos con un producto quirúrgico ya no sin eficacia probada, sino con efectos perjudiciales para la salud? ¿Por qué llegó hasta el extremo de recuperar la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre entre diciembre de 2021 y abril de 2022?

Las mascarillas llegaron a ser para los ciudadanos una especie de talismán. Atribuyéndoles propiedades casi mágicas, podíamos sentirnos más seguros en el metro o en el supermercado. Los poderes públicos, en colaboración con los medios de comunicación, alentaron esta superstición hasta desatar una histeria colectiva que se saldó con la institución por parte de los propios españoles de una suerte de policía de la moral, con delatores, señaladores y ojeadores de balcón que velaban por el cumplimiento de los decretos gubernamentales hasta en la última playa.

No olvidemos tampoco que administraciones como la Comunidad de Madrid llegaron a lanzar "campañas de concienciación" que criminalizaban a los jóvenes mediante carteles morbosos y macabros que equiparaban salir de fiesta con "enterrar a tu abuela".

Al Gobierno, la visibilidad de las mascarillas le permitió convertirlas en un signo de la actividad que el Ejecutivo pretendía aparentar. Pero, sobre todo, permitió mantener viva la percepción del peligro durante una crisis que se alargaba y garantizar, mediante el miedo, el distanciamiento social.

La eficacia de las mascarillas no es médica, sino psicológica: un recordatorio insoslayable de que todo el mundo es un heraldo de la muerte. Esta constatación le permitió al filósofo Giorgio Agamben ciscarse en el cándido discurso oficialista del "saldremos mejores". En sociedades obsesionadas con la salud corporal como las nuestras, la superación de la pandemia no ha sido más que una lucha por la vida. Una en la que la deshumanización propia de este tiempo ha alcanzado nuevas cotas: hemos llegado a concebir al resto de seres humanos como meros focos de infección.

Otro de los consensos científicos que parecieron cambiar de la noche a la mañana fue el relativo a los confinamientos, que arruinaron económica y psicológicamente a miles de personas.

Antes de Wuhan, ni la OMS ni los gobiernos recomendaban los encierros de poblaciones enteras como política de salud pública con la que hacer frente a los virus respiratorios. Como ha recordado el periodista Thomas Fazi, todas las intervenciones anteriores a 2020 partían de una ponderación de los costes y beneficios, y se regían por los principios de proporcionalidad y flexibilidad, focalizándose en los grupos vulnerables para perturbar lo menos posible la vida social y económica.

Además, en los peores momentos de la pandemia ya disponíamos de estudios comparativos que señalaban que los países que confinaban a su población no registraban una tasa de mortalidad menor que los que no lo hacían.

De manera análoga, la carrera por las vacunas enterró las evidencias que los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos encontraron en agosto de 2021: que no existía una base médica para distinguir la inmunidad que conferían las vacunas de la inmunidad natural resultante de haberse infectado de Covid-19.

[El caos en las medidas antiCovid genera una epidemia de confusión: de los test a las mascarillas]

A la vista de datos como estos, hoy resulta obvio que la invocación de "la ciencia" (una suerte de oráculo de cuya boca emanaban las políticas de salud pública que exigía la crisis sanitaria y que los gobiernos asumían mansamente y aplicaban por dolorosas que fueran) no fue más que un uso discursivo tramposo por parte del Gobierno para justificar tratamientos experimentales o políticas públicas sin efectividad probada.

Las administraciones se sirvieron así de la legitimación que brindaba la clerecía de "los expertos" (no olvidemos tampoco aquel comité que decidía sobre el levantamiento de las cuarentenas y que resultó no existir). Y los epidemiólogos ocuparon en la conversación pública el papel que antes desempeñaban los politólogos o los economistas.

En el nombre de la ciencia se apuntaló un fanatismo que anatemizaba cualquier asomo de cuestionamiento (fundado) de las medidas contra la Covid. En el nombre de la ciencia se autorizó a salir a la calle antes a los perros que a los niños. En el nombre de la ciencia se prohibió a los españoles darle el último adiós a sus seres queridos fallecidos. ¡En el nombre de la ciencia se nos prohibió hasta bailar y follar!

Y nosotros salimos a la ventana a aplaudir. Esa debió de ser la famosa "inmunidad de rebaño".

Para terminar de convencerse de que la evidencia científica se plegó a la conveniencia política, algunos ejemplos sacados de la bendita hemeroteca.

1. Los criterios cambiantes sobre la utilidad de las mascarillas.

2. Los dudosos métodos de contabilización de casos y de atribución de muertes a la Covid-19.

3. La ínfima fiabilidad de los test de antígenos a los que nos sometían casi a diario.

4. O la constante revisión a la baja de los porcentajes de inmunización que otorgaban las vacunas, lo cual exigía un sinfín de nuevas dosis de refuerzo.

Es pues evidente que el único criterio de decisión que operó realmente a lo largo de la pandemia fue la voluntad caprichosa del Leviatán. Un soberanismo de excepción que permitió a los gobiernos, incluso, alumbrar medidas absurdas y contradictorias.

Baste con recordar la situación delirante que entrañaba pasear por el parque con mascarilla para quitársela al entrar al bar, la incógnita de si nuestro municipio sería agraciado para pasar de fase en la "desescalada asimétrica", la confusión total que vivimos con los cierres perimetrales de los barrios (cruzar de calle podía estar penado), o el caos ante la casuística de las exenciones a las restricciones durante la distópica "nueva normalidad".

La urgencia, la precipitación, la presión social y el exhibicionismo moral de los gobiernos consagraron un estado de arbitrariedad administrativa en el que toda medida, por lesiva y autoritaria que fuera, estaba justificada para cumplir con el irracional imperativo del "Covid cero".

En su ciego camino hacia el totalitarismo (que ha estado siempre contenido en sus premisas lógicas positivistas), las democracias liberales han dado un salto cualitativo con esta forma de biopolítica en la que el Estado tiene la capacidad de determinar las fronteras entre la salud y la enfermedad.

El contagio a todos los países de los métodos totalitarios chinos de control de la población para la gestión de las crisis (nadie pareció reparar en esto cuando fueron puestos como ejemplo) ha creado una nueva ortodoxia, un consenso post-Covid. Que la ciudadanía no se haya replanteado en absoluto las premisas de la respuesta gubernamental a la pandemia (como la de que los movimientos de los individuos "infectados" estén sometidos a una trazabilidad milimétrica y a una monitorización exhaustiva por el Estado) apunta a un nuevo paradigma: el de la política de la emergencia. El de la normalización del estado de excepción. El rebaño ha quedado inmunizado frente al despotismo.

En el "mundo libre" ya no es inconcebible (sino tolerable) que el Estado pueda confinar, discriminar, expropiar y censurar a su antojo. Aun con el fin de la emergencia sanitaria se mantiene la lógica de un régimen excluyente y despótico. Porque, como los virus, las emergencias sociales no tienen fin, sino sólo nuevas variantes. Y en un mundo donde también la información que construye la realidad está sometida al esquema de la viralidad, en un ecosistema político y mediático que se alimenta de la alarma y el pánico, se sucederán las olas de amenazas mortíferas que exigen procedimientos excepcionales. 

Y cada vez se habla más de la "emergencia climática".