Decía Maquiavelo, inventor del arte y la ciencia de la política moderna, que hay dos clases de revueltas. Las que, en la antigua Roma, enfrentaban a los Grandes y al Pueblo y que, por amargas y brutales que fueran, constituían el motor secreto de la República.

No debe extrañarnos, decía en un célebre pasaje de sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, ver "al pueblo unido abucheando al Senado, al Senado abucheando al pueblo, al pueblo corriendo de manera tumultuosa por las calles, las tiendas cerrando" pues esa clase de alzamiento, con sus abucheos y excesos, fue el origen de las "buenas leyes" y "la causa primera de la conservación de la libertad".

Y luego están las que, en la Florencia de su tiempo, o un poco antes, como en la revuelta de los ciompi, ya no aspiran a mejorar ninguna ley y donde vemos no ya al "pueblo", sino a "la turba", arrojar a sus "sectas" y "facciones" para que se enfrenten las unas con las otras. Y su enfrentamiento no surge de una preocupación por la libertad, ni por el bien común, ni por la aspiración a mejoras legislativas, sino por la voluntad de triunfar sobre la secta o facción contraria.

Ese tipo de revuelta no es positiva. Sólo puede llevar, como concluye Maquiavelo en el tercer libro de su Historia de Florencia, a la ruptura del tejido social mismo. Y, salvo que se desee vivir en una tiranía, no es algo a lo que aspirar.

Protestas contra la reforma de las pensiones en Francia.

Protestas contra la reforma de las pensiones en Francia.

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Esta distinción parece haberse hecho especialmente para lo que está sucediendo ahora en Francia.

Desde el inicio del conflicto por el asunto de las pensiones, hemos asistido a una primera tanda de revueltas.

Hasta el jueves de la semana pasada, ha habido 74 horas de debate en la Asamblea, 102 horas en el Senado y decenas de miles de enmiendas, muchas de las cuales han enriquecido el proyecto de ley.

Ha habido una decena de manifestaciones convocadas por una intersindical fiel a su vocación de defender a los asalariados.

Ha habido huelgas y debates que, en todos los telediarios, no han dejado al margen aspecto alguno de la reforma.

Y estas revueltas iniciales, a pesar de los llamamientos a "bloquear el país" o a hacer que "se arrodille", en general han sido un éxito. Porque, bien al contrario de lo que repiten en bucle los comentaristas, han obligado al Gobierno a revisar el proyecto de ley en varios puntos clave.

¿Cómo no admitir, sin tener mala fe, que el texto final es bastante diferente a lo que se propuso al inicio? ¿Cómo negar que se ha mejorado en lo referente a las carreras de larga duración, a la jubilación de ciertas categorías de mujeres o a la jubilación anticipada por invalidez? ¿Cómo negar que esta mejora ha sido, en efecto, fruto de esa hermosa y positiva revuelta, de su dialéctica democrática?

Pero desde hace unos días y, a decir verdad, desde que se aprobó la ley recurriendo al artículo 49.3 de la Constitución francesa, con el que se permite su aprobación sin que la Asamblea Nacional la vote, estamos asistiendo a otro tipo de revueltas.

Vemos concentraciones salvajes, peleas a puñetazos, autopistas quemadas, vertederos bloqueados, saqueos.

Vemos manifestaciones en París en las que se encienden hogueras, se erigen trasuntos de guillotinas y se pretende recrear la escena de la decapitación del Tirano, pero con el presidente de la República.

Estas revueltas en concreto son particularmente furibundas, y están lideradas por quienes intimidan a los representantes políticos que han optado por un voto de compromiso. Los amenazan de muerte y vandalizan sus oficinas.

Vemos a los parlamentarios que, el día del artículo 49.3, en el recinto de la Asamblea, en un clima de terror todavía más inexcusable desde el instante en el que se apropiaron del himno nacional, tomándolo como rehén, no dejaban hablar al primer ministro de la República.

Y estas revueltas, estas que se han producido tras la batalla legislativa, que ya no tienen por objeto la mejora de la ley, estos alzamientos en los que se nos dice que "el artículo 49.3 es igual a dictadura", cuando es la centésima vez desde el inicio de la V República que un primer ministro recurre a este artículo, carecen de esperanza, de horizonte.

Y, como nos invitaba a hacer Maquiavelo, hay que tener el valor de atisbar en ellas no el derecho a la resistencia, sino una desviación que nos lleva a los abusos de poder del Príncipe.

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Imaginemos que este segundo tipo de revuelta perdura en el tiempo.

De nuevo, tendría dos resultados.

El primero, una crisis del régimen. Una crisis real. Sobre todo, estando como está ahora la relación de fuerzas políticas, con los populistas de la Francia Insumisa por un lado y, fundamentalmente, con la Agrupación Nacional como única alternativa.

Y sigo con Maquiavelo: partimos de ambiciones mezquinas. Del diputado Machin o del diputado Truc, que quieren hacerse un nombre. De la cobardía de los que piensan que pueden recuperar a su electorado cediendo y actuando en contra del bien común.

Y, al final, quien paga el pato es el espíritu democrático y republicano.

Lanzo otra hipótesis. Como segundo resultado, una depresión lenta. Un nihilismo sin desenlace. Una pandemia sin fin del odio hacia los demás. Pero también, claro está, hacia uno mismo.

Y, de resultas, esto: el discurso del odio volverá a ser la norma cada sábado. Esa ira negra, egocéntrica, tóxica, cuyos efluvios, como decía Descartes parafraseando a Maquiavelo, siempre acaban envenenando a uno mismo, reaparece como la mayor de nuestras pasiones. El "Macron dimisión" y otras consignas facciosas ya no sorprenden a nadie. Y, hale, ¡ahí estamos! ¡Ahí estamos! Un 6 de febrero de 1934, pero a largo plazo, que ya no necesitaría tomar medidas, puesto que ya estaría legislando en el Parlamento.

Las dos hipótesis, por desgracia, no se excluyen mutuamente. Se refuerzan. A menos, claro está, que haya un cambio drástico. Un despertar colectivo. Y un golpe de genialidad por parte del pueblo francés que, al borde del abismo, llegue a encontrar el punto de apoyo justo para recuperar el equilibrio.

No sería la primera vez.