En España, todos aquellos que quieran malversar fondos públicos u organizar un golpe de Estado deben de estar contando los días hasta que llegue el 23 de enero de 2023. Ese día entrarán en vigor las nuevas rebajas y derogaciones del Código Penal aprobadas con prisas por el Senado, a instancias del PSOE y Unidas Podemos.

Se trata de una especie de Black Friday que caerá en lunes y que ningún político sin escrúpulos puede dejar pasar. Una vez rematado el Estado de derecho, el sentido de la justicia y las exigencias morales a los representantes de los ciudadanos en el poder, cualquier cosa puede esperarse en lo que a partir de ese instante será una espiral en descenso.

Pedro Sánchez y la bancada socialista, durante el pleno del Senado de este miércoles.

Pedro Sánchez y la bancada socialista, durante el pleno del Senado de este miércoles. Kiko Huesca EFE

Como mi columna El Buen Salvaje ya cuenta con algunos lectores, y esto lo sé porque ya tengo una discreta corte de odiadores que descartan mis artículos por atreverme a comparar la situación española con la venezolana, me adelanto y les digo que vuestro Black Friday que cae en lunes no tiene nada que ver con lo que en Venezuela se conoció como el Viernes Negro. No solo porque el nuestro sí cayó un viernes, el 18 de febrero de 1983, sino porque sus circunstancias fueron distintas.

Ese día, el bolívar, la moneda nacional, sufrió una devaluación catastrófica que marcó el comienzo del final, tanto de la bonanza petrolera como de la democracia representativa. Diversos factores confluyeron: la caída de los precios del petróleo, la deuda exterior, tener una economía monoproductora y un largo etcétera.

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Otra diferencia es que, a pesar del desolador escenario económico, el Estado venezolano inició con la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, a finales de esa misma década, un proceso de renovación y modernización inédito. Con un impulso que, en un sentido, recordaba la voluntad transformadora que hizo posible que un 23 de enero, pero de 1958, la sociedad civil derrocara la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Un 23 de enero que sería diametralmente opuesto al que le espera a los españoles, pues con estas reformas del Código Penal se está cavando la tumba del Estado que surgió gracias a la Transición.

Es cierto que, también por estos mismos días, el Tribunal Constitucional ha frenado el proceso legislativo que permitiría la reforma que Sánchez necesita para renovar a su conveniencia el propio Tribunal Constitucional.

Pero si se presta atención a la frase, se verá lo dramático del asunto. El TC pone el freno a una acción que en última instancia trata de anularlo. El TC, en estos momentos, está luchando por su propia existencia institucional. Es como un antivirus que ha bloqueado el acceso a una página sospechosa. El problema es que desde el partido de Gobierno se está buscando desactivar el antivirus.

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Este es, con todo, un problema secundario. Aquí lo fundamental es cómo reacciona la sociedad ante estos ataques a la Constitución. Pedro Castillo quiso dar un golpe en el Perú. Los peruanos no se lo permitieron.

En este aspecto, el panorama no parece muy alentador para España. La medida preventiva del TC no ha despertado el apoyo unánime que debiera esperarse de una sociedad civil y democrática. El indulto a los golpistas de Cataluña tampoco provocó el rechazo unánime que, por razones de elemental ética y justicia, el país necesitaba. Este es el verdadero problema.

Pues cuando una sociedad acepta que sus gobernantes borren delitos y rebajen las penas, cuando sus intelectuales firman manifiestos para salvar de la cárcel a un funcionario corrupto, no hay sentencia de ningún tribunal, humano o divino, que ponga freno a la debacle.