¿Será el pueblo kurdo otra de las víctimas de la guerra de Ucrania?

Y ya ni siquiera hablo de los kurdos de Irán y Turquía, cuya persecución, desde que Occidente mira para otro lado, se ha intensificado.

Ni de los kurdos de la Rojava a los que el criminal de guerra Erdogan, con sus supuestas buenas intervenciones para paliar la crisis del trigo ucraniano, pide (en Teherán, en Moscú) autorización para masacrar un poco más.

El presidente turco Tayyip Erdogan firma el morro de un avión no tripulado Bayraktar Kizilelma en el Teknofest Black Sea.

El presidente turco Tayyip Erdogan firma el morro de un avión no tripulado Bayraktar Kizilelma en el Teknofest Black Sea. Reuters

Me refiero a los peshmergas, es decir, a los kurdos de Irak, a los que he dedicado dos de mis películas, a los que he visto luchar contra la hidra islamista con un heroísmo que solo puede compararse al de los ucranianos. Los kurdos a los que estamos a punto de abandonar, una vez más.

Porque ¿qué está sucediendo en Erbil?

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El Dáesh ha vuelto. Levanta la cabeza en Suleiman. Retoma posiciones en las cuevas y pasajes subterráneos de las montañas de Qarachok. Cada día, en el antiguo frente del Sector 6, cerca de Gwer, se pone a prueba la capacidad de resistencia del general Sirwan Barzani.

Y esto, sin que los socios de los kurdos, ya sean europeos o estadounidenses, se den verdadera cuenta del peligro que corren. ¿Ingratitud? ¿Será acaso una mala costumbre en democracia la de deshacerse de los aliados después de usarlos?

¿O será simple y llana incredulidad ante una amenaza demasiado aterradora como para que podamos imaginárnosla?

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Si es cosa de la incredulidad, entonces desde aquí mandamos un mensaje, de la mano de uno de los fundadores, junto con Thomas S. Kaplan, de una ONG estadounidense, Justice for Kurds (JFK), que dispone de fuentes de información fiables sobre el tema. El Dáesh no es un tumor que haya que extirpar. Es un mercurio negro, un azogue lúgubre y trismegisto, un gas que se evapora, se volatiliza, queda en suspensión y solo necesita precipitarse de nuevo en cuanto sus adversarios bajan la guardia. Eso es justo lo que está sucediendo en el Kurdistán iraquí.

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Irán está manos a la obra. Está despertando a sus agentes latentes de la zona. Espolea las milicias chiíes a sueldo de las Fuerzas de Movilización Popular y, en algunos casos, de las propias unidades de la Guardia Revolucionaria. Dispara misiles a zonas accesibles desde la llanura de Nínive y, en varias ocasiones este año, a las afueras de Erbil y los alrededores de su aeropuerto.

Y eso está aconteciendo, de nuevo, sin que los aliados del Kurdistán se preocupen por el significado que hay que darle a ese mensaje. ¿Odio a la excepción kurda? ¿Deseo de sabotear un experimento democrático cuya influencia infunde temor, como la de Putin con Ucrania?

¿O, como Putin, de nuevo, que sigue ataviándose con ropajes que le quedan demasiado grandes, los de los zares de la Santa Rusia?

¿Como Xi Jinping, que calienta las cenizas de los antiguos imperios Han, Ming y Qing, desde Taiwán hasta África, mediante las nuevas Rutas de la Seda?

¿O como Erdogan, que trata de resucitar el difunto Imperio otomano, una banda de ayatolás que se consideran los herederos de una Gran Persia que llegaría al menos hasta Bagdad?

Las tres hipótesis son ciertas. Y ya he explicado en mi libro El imperio y los cinco reyes por qué este tablero de juego es el principal reto que les espera a las futuras generaciones. 

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En el derecho internacional, desde la primera Guerra del Golfo y el principio del fin de Sadam Hussein, este Kurdistán no es más que el "KRG" (el Gobierno Regional del Kurdistán, por sus siglas en inglés) es decir, una de las entidades constitutivas del Irak moderno.

Ahora, bajo la presión de Irán, Irak lleva meses e incluso años trabajando para debilitar, humillar y, al final, asfixiar a esta "región autónoma" kurda limitando su soberanía de forma lamentable.

Por ejemplo, desde 2014 han dejado de asignarle su parte de presupuesto federal.

Otro ejemplo, la paga de 30.000 peshmergas que no se abona y que se deja, año tras año, a la buena voluntad de la administración estadounidense.

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Y otro más, la propia exportación y explotación de su petróleo, vital para el país, que pretenden prohibirles en nombre de una lectura errónea de tres artículos de la Constitución Federal (artículos 110, 111 y 112).

Ante esos ejemplos, los aliados no han hecho nada. O casi nada. Y sin la vigilancia de un grupo bipartidista de representantes y senadores estadounidenses que, tras Michael Waltz, Dina Titus, Jim Risch, Doug Lamborn, Michael McCaul o Bob Menendez levantan con regularidad la voz de alarma, los kurdos habrían vuelto hace tiempo a la era en la que vivían en las montañas. 

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A partir de ahí, dos vías.

O bien Estados Unidos ya no sabe sumar dos y dos, y cree que, en la guerra mundial que le ha declarado el bloque de potencias autoritarias y neoimperialistas que mencionó el presidente Macron en la conferencia de embajadores, ya no puede tener más de un frente abierto a la vez... y entonces en Erbil se preparará un nuevo golpe como el de Kabul.

O bien Estados Unidos se da cuenta de que el petróleo y el gas kurdos son una de las alternativas más fiables al petróleo y el gas rusos. Y entiende que, como en los días en que los kurdos fueron nuestro baluarte contra el Dáesh, hoy son nuestro escudo contra el chantaje energético que ha puesto en marcha Putin, así como el caos que este conlleva.

También si se acuerdan de aquellos Antiguos que sus Padres Fundadores conocían tan bien y que decían que la geopolítica, cuando se es Atenas o Roma, es el arte de ver el mundo "como si fuera una sola ciudad", y entonces consideran que lo que se está librando en Kiev y en Erbil es la misma batalla.