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-Esta semana querría escribir sobre Alberto Garzón. 

-Para iniciar una contextualización del tema, por favor, espere.

Alberto Garzón, ministro de Consumo.

Alberto Garzón, ministro de Consumo. EFE

En España hay una etiqueta incluso peor que la de gafe: la de "mirlo blanco". Pasa en el fútbol. Pocos jugadores pueden presumir de dar nombre al estadio de su ciudad. Pero Alfonso Pérez nunca fue la leyenda del Real Madrid que los medios de la época decidieron que tenía que ser. El testigo de Butragueño en el imaginario madridista le pasó de largo para ir a parar a las manos de Raúl González Blanco

En política, es garantía casi segura de ostracismo temprano. Bono, Gallardón, Esperanza Aguirre, Soraya Sáenz de Santamaría, Javier Solana. Por distintas razones, tener durante años el título oficioso de próximo líder de un partido se ha demostrado la mejor manera de alejar el cáliz. Quizá el exponente de mayor interés dramático sea Alberto Garzón. Llegó a líder, sí. Pero como si no. 

Hagamos un ejercicio de memoria que nos retrotraiga a la legislatura 2011-2015. Las primeras cortes generales elegidas tras el 15-M tienen todavía un aroma inequívoco a Antiguo Régimen. El descontento con el PSOE después de que Zapatero enmiende sus propias políticas da algo de aire a Izquierda Unida que, con 11 escaños, recupera el grupo parlamentario propio. 

(Si quiere añadir un repaso a la biografía de Alberto Garzón, por favor, pulse uno)

Pronto, un diputado empieza a despuntar por encima del exalcalde de Argamasilla de Alba (Ciudad Real), Cayo Lara, que es el líder de la coalición electoral. Se trata de Alberto Garzón. A los 26 años, es el integrante de menor edad de la cámara, lo que le obliga a participar en la mesa que dirige la sesión constitutiva.

El excoordinador de IU, Cayo Lara, junto al ministro de Consumo, Alberto Garzón.

El excoordinador de IU, Cayo Lara, junto al ministro de Consumo, Alberto Garzón. EFE

Representa lo más parecido al 15-M que se aposenta en la Carrera de San Jerónimo y eso le permite acaparar una atención mediática muy considerable. Nacido en Logroño de madre riojana, pasa la mayor parte de su biografía en la provincia natal de su padre, Málaga y es por esa circunscripción por la que entra al Congreso. Lara nunca juega el papel de obstáculo: primero le cede el papel de cartel electoral (2015) y posteriormente el de coordinador general de IU (2016). 

Para entonces, la irrupción de Podemos en las europeas de 2014 le ha cambiado totalmente el paso a la coalición que abriga al viejo Partido Comunista de España. Pese a que Willy Meyer saca un diputado más que Pablo Iglesias, cunde de inmediato la percepción de que IU es una pieza más en el engranaje del sistema y que Podemos es el único ariete para derribarlo.

En ese estado de cosas, los dos diputados que Garzón consigue arañar por Madrid en las generales de diciembre del 15 parecen hasta un éxito. La repetición electoral en junio de 2016 crea el clima propicio para que el mirlo blanco asuma su condición de actor eclipsado. El fin de su futuro político como protagonista y el inicio de su carrera como secundario se funden en el instante preciso en que entrechocan dos botellines de Mahou. 

(Si nota que la columna le está quedando ya un poco larga, vaya pensando en situarse en el presente)

Lo único que le faltaba a Alberto Garzón para terminar de diluirse es que le nombraran ministro. Sucede en enero de 2020 después del acuerdo PSOE-Unidas Podemos alcanzado tras otra repetición electoral. Los de Pablo Iglesias no rechistan a la entrega de direcciones generales hinchadas a ministerios ficticios para otorgarles una cuota de poder casi virtual. A Garzón le toca la menos rutilante: Consumo.

Desde ahí hace algunos esfuerzos por eso que los asesores y los medios llaman "marcar agenda". Van por la línea del pellizquito cuqui a las costumbres sociales. En un país asolado por distintas desgracias consecutivas, sus afanes por que Barbie y Ken tengan una cosmovisión más propia de Malasaña que de Malibú o que el chuletón quede limitado a los speak easy con contraseña se traducen en algo parecido a eso que Anson llamaba la "rechifla general".

Sus defensores hablan de cierto trazo grueso en la crítica que dejaba reducidos a caricatura los propósitos reales de las iniciativas. Es posible. Pero en la era de la adicción a la comunicación política, cada movimiento para poner temas encima de la mesa recordaba más a Vota Juan que a El ala oeste de la Casa Blanca

(Disculpe, creo que no le he entendido)

Y, de repente, Garzón ha lanzado otra medida. Obligar a los servicios de atención al cliente de las empresas a no tener esperando al teléfono al usuario más de tres minutos. Si hubiera anunciado el decreto del rey Herodes, el estupor no habría sido mayor.

Un gigantesco botón de pause parece pulsarse sobre el conjunto de la opinión pública y la opinión publicada. Nos miramos de reojo. Leemos las noticias que dan cuenta de la idea. No damos crédito a nosotros mismos, pero sí: estamos todos de acuerdo.

Hasta el liberal más contrario a todo amago de intervención estatal decide mirar para otro lado y dedicar sus energías a causas más provechosas. Sí, ha habido revuelo interno en el sector. Pero el conjunto de la ciudadanía se sigue frotando los ojos: ¿tiene la cartera más dudosa del Ejecutivo un plan para atajar algo casi unánimemente reconocido como un problema? ¿Ha pensado alguien en una molestia transversal que difícilmente va a ser leída con lentes ideológicas? ¿Son los "días de furia" michaeldouglasianos (en los que muchos teléfonos han fenecido golpeados contra cualquier mueble) la verdadera seña de identidad que une a los españoles por encima de sus diariamente aireadas diferencias? 

Lo más probable es que sea un espejismo. Pero tampoco es cuestión de cambiarle el nombre a Las Gaunas. 

(Gracias por contactar con el Servicio de Atención al Cliente para columnistas de EL ESPAÑOL)