Que la compra de Twitter por parte de Elon Musk haya levantado tanta revuelo me parece fascinante. Como si les hubiesen tocado las lindes del terruño del abuelo muerto. También es verdad que a mí me chifla ver las reacciones airadas, como de diva agraviada, de esa izquierda identitaria tan posmoderna y concienciada. 

Elon Musk , al tanto de su teléfono en una rueda de prensa de SpaceX.

Elon Musk , al tanto de su teléfono en una rueda de prensa de SpaceX. Joe Skipper Reuters

Me divierte mucho verlos golpeándose el pecho con el abanico imaginario de la indignación mientras amenazan con irse. ¿Le importará lo más mínimo, a alguien que acaba de soltar 44.000 millones de dólares para poner a su nombre una barra de bar virtual, que se vaya enojado un borracho mientras grita, haciendo eses, que no volverá más?

Lo que más me gusta de sus furiosas pataletas es que les indigne tanto que Musk haya hablado de preservar la libertad de expresión. Esto es muy interesante, porque hasta ahora lo que indignaba era lo contrario: la censura. Los poderes que trataban de imponerla en el debate público hasta ahora estaban más o menos identificados (la iglesia, el poder político, el poder económico…). Pero ahora se suma uno nuevo, el de la jauría mediática, una cáfila de buenistas desnortados que, en nombre de la justicia social y el bien común, claman desgañitados por limitar nuestros derechos como sociedad. Toma paradoja: ciudadanos exigiendo constreñir sus libertades.

En realidad estoy siendo inexacta. No están en contra de la libertad de expresión, sino de la libertad de expresión de los que no opinan como ellos. El matiz es importante. Pero, claro, la defensa de la libertad de expresión es una de esas cosas, como la muerte o un embarazo, que no admite gradación. O es o no es. O se defiende o no se defiende. Pero no se puede defender sólo un poquito. Porque, a la que le plantas una excepción, por minúscula que sea, más allá de esos límites consensuados y delimitados por ley, lo que estás haciendo es defender en realidad lo contrario, cercenarla. Es decir, como lo explicaría Cristian Campos, lo que temen no es que les censuren, sino no poder censurar ya ellos.

No es nuevo, lo sé. La alergia de la extremaizquierda identitaria hacia la libertad de expresión es manifiesta. La diferencia, quizá, sea la manera tan desacomplejada de mostrarlo esta vez, la ausencia de eufemismo. Si antes aún se escudaban al justificar los cierres de determinadas cuentas o los linchamientos a ciertos usuarios agitando esos hombres de paja, casi comodín, que son los discursos de odio, ahora se muestran tal cual, desacomplejados y orgullosos, como los totalitarios que son.

Yo no sé lo que hará Musk con su nuevo juguetito. Pero, desde luego, para que Twitter fuese a peor tendría que esforzarse mucho. Reconozco que yo nunca le he pillado la gracia al invento. Siempre me ha parecido que era, a las redes sociales, lo que el onanismo al sexo. Pero con público. Así que, de entrada y desde la indiferencia, me parece una buena noticia el cambio hasta que se demuestre lo contrario.

En todo caso, pase lo que pase, Elon Musk ya nos habría regalado el haberle levantado la falda y que le hayamos visto las bragas al fundamentalismo identitario. Lo único que le faltaría, si el nuevo jefe del tinglado me permite la sugerencia y por redondear, sería acabar con el anonimato en Twitter. Ahí dejo ese melón abierto. Por si gustan.