Hoy, miércoles primaveral, la mascarilla será desterrada de la vida civil. Excepto en hospitales o transportes públicos, su uso dependerá del temor, del hartazgo o de la perseverancia masoquista de cada cual.

Una peluquera y su clienta, con mascarillas.

Una peluquera y su clienta, con mascarillas.

Es una magnífica noticia para un país asolado por mil plagas de Satanás: confinamiento, muerte, deuda pública, gobierno Frankenstein, emergencia climática y los tuits de Rosa Villacastín. Que el trapillo preservativo se caiga, al fin, de la boca es una cosa simbólica: alteración libérrima de la nación callada, dócil.

Porque se dirá (se decía) que los españoles somos de recia raza, si bien la pandemia ha evidenciado lo contrario. Un cambio antropológico de los que gustan a los progresistas, a los amantes de una modernidad de callen y acaten, que lo dice la autoridad. O los oscuros comités de expertos. No es que la mascarilla, bozal salvavidas, fuese ideológica. Tan sólo parecía, en demasiadas ocasiones, un elemento de uso del autoritarismo oficial y oficioso.

Ahí sí advertimos nítida la erótica del poder central y autonómico, la húmeda sincronía de cierto periodismo, siempre excitados todos por el bien de nuestra salud.  

Atrás quedan, para una memoria del ridículo colectivo, los aplausos y las canciones desafinadas desde los balcones, catarsis de una sociedad "responsable" que subía el volumen del televisor cuando aparecía un señor con jersey de lana y cabello revuelto.

A propósito, hubo quien vio negocio (se vive de los vivos, de los temerosos y de los muertos) y amontonó fortuna con la mascarilla. No digo ya Luis Medina o esos proveedores del Gobierno que están fiscalizados por contratos, digamos, sospechosos. En 2020, alguien abrió en Barcelona una tienda de caretos donde lucía un gran retrato pop del director de Alertas y Emergencias Sanitarias con el lema "Simón dice póntela". La imaginación empresarial, sofisticada, ofreció tantas mascarillas decoradas como sensibilidades consumistas: Jane Austen, Iron Maiden, Lola Flores, un cubata, el monte Fuji, Che Guevara, la estelada, Pornhub o Heidi y su abuelito. 

A falta de cuórum científico, sobre la mascarilla han corrido ríos de tinta política. Los trumpistas, cuando el millonario de señora despampanante ocupaba la Casa Blanca, cometían acto de rebeldía antisistema quitándosela ostensiblemente en lugares públicos.

Una noche, entrando yo al Dry Martini con el rostro cubierto, un camisa vieja asiduo al local me increpó: "¿No serás tú antiTrump?". Alejado del fenómeno americano, cierto comentarista halló algo positivo en el ocultamiento facial, pues implicaba también disimulo de la fealdad general. No era cinismo, sino diáfana percepción de la realidad.

Sin embargo, entre sus defensores el trapito estimulaba, durante los largos paseos al perrito o en la cola del supermercado, una imaginación sensual condenada al ámbito doméstico. La libido depende en gran medida de lo que se esconde, de lo que se adivina.

En otro orden, la mascarilla ofrecía un saludable anonimato cuando uno se cruzaba con algún pelma o con aquella vieja amistad a la que da mucha pereza saludar, qué tal te va y todo ese esquivar un hastío institucionalizado hace tiempo. También evitaba observar muestras de gesticulación social situadas en la boca, como la risa, visaje simiesco que no han logrado erradicar todavía ni el léxico y ni la educación.

Bien, la mascarilla, amada y odiada, comienza a pasar a la Historia. No creo que la añoremos demasiado, aunque se alzan voces rotas como lamentos ante un nuevo Bizancio. Adocenadas melancolías, tristeza de quienes se condenan en la obediencia.

La postrera resistencia cívica al ahogamiento pulmonar, a la respiración viciada de uno mismo, ocurrió cuando Pedro Sánchez decidió que debíamos llevarla incluso de garbeo, por la calle. Episodio final, última reacción del político que se gusta dictando cesaristas ocurrencias en el BOE. Adiós, mascarilla, adiós.