La Historia de España es curiosa. Sus siglos se acotan como una especie de particularismo. Abandonamos el siglo XIX entre 1936 y 1939 (la República, último disfraz de la Restauración). Los otros europeos lo habían hecho en 1918 y los rusos, en 1917.

Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno de España, y Alberto Garzón, ministro de Consumo.

Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno de España, y Alberto Garzón, ministro de Consumo.

Además, nos adelantamos a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra Fría mediante un ensayo goyesco, la Guerra Civil, con el Kremlin de activo espectador. Los historiadores serios sostienen que en el trágico juego hispano se dirimía el expansionismo ruso (España, soñado sóviet) y el orden de estética fascista (fascismo débil, en cualquier caso, pues Falange no resultaba decisiva).

Como sabemos, Stalin vio derrotados sus anhelos para la península ibérica y la Pasionaria se fue a vivir a Moscú. Manuel Chaves Nogales, autor de La rendición de Francia, puso negro sobre blanco esos graves y profundos asuntos, el denodado empeño del comunismo por boicotear cualquier democracia.

Este ramillete de pensamientos me vino a la mente una noche de primaveral compañía en Barcelona, mientras fumaba un Davidoff (su fundador nació en Kiev) y alguien dijo que, respecto a lo de Ucrania, Europa había comenzado a mostrar una debilidad, digamos, de principios. Peligrosa, por tanto. Se refería a la censura, y aquí va la gruesa cuestión. ¿Se iguala así la esencia libre europea al ya eterno totalitarismo ruso?

Quizás el suicidio de nuestra Diosa podría comenzar con la renuncia a sus sagrados fundamentos. Los ciudadanos de la Unión no podemos ya sintonizar la propaganda de Vladímir Putin y los rusos tampoco nuestras cadenas informativas. Hoy conocemos que el medio crítico con el poder Novaya Gazeta ha sido cerrado.

Que el mandamás de Leningrado lo haga no extraña. Ahora, que esta gran península liberal y democrática se comporte de similar forma la iguala, de alguna manera, al espíritu del dictador.

Tenemos noticias de que miles de rusos han cruzado las fronteras en dirección a las repúblicas bálticas o las de Asia Menor. De igual modo, un abultado número de intelectuales y artistas han huido por temor a las represalias del régimen. Muchos se han refugiado en la vecina Polonia.

Esto nos recuerda los problemas sufridos por figuras de aquella Unión Soviética tan relevantes como el compositor Dmitri Shostakóvich, no digamos el escritor Aleksandr Solzhenitsyn. España tiene su larga lista en tales asuntos, Antonio Machado o Salvador de Madariaga, al ejemplo. También la huida a Constantinopla de unos 100.000 opositores al bolchevismo en 1920.

Ni en mis peores pesadillas me alinearía con Pablo Iglesias, que censuró el corte de emisiones en Europa de la RT (Russia Today, vocero putinista), aunque defendió en sus años de político profesional, de acuerdo al rancio leninista que lleva dentro, que los medios de comunicación debían ser controlados por el Gobierno.

España vuelve a tener en el Gabinete a uno de los dos monstruos (nazismo y comunismo) del pasado siglo, Alberto Garzón suspirando por el castrismo y Yolanda Díaz prologando el Manifiesto comunista.

Sin embargo, ocurre que no sólo el liberalismo trascendental de nuestras sociedades está siendo traicionado, poniendo muros a la libertad de prensa, sino que el ciudadano de aquí se ve privado de lo que el enemigo cuenta.

Es un episodio más de esta política que trata a sus electores como a infantes, en lugar de adultos con capacidad de discernir entre arengas e información. Capaces, quizás ilusoriamente, de comprender la amenaza que viene. O que está viva ya entre nosotros.