"No me llames ultraderechista, llámame padre, que tengo tres hijos en mi casa, que no les puedo pagar los estudios porque no puedo trabajar". En mi artículo de la semana pasada me refería a todo lo que habíamos perdido durante la pandemia, especialmente en el confinamiento y en los inconstitucionales estados de alarma.

Huelga de transportistas en Málaga.

Huelga de transportistas en Málaga. Álex Zea / Europa Press

No me refería sólo a las vidas humanas, sino a cómo se habían ido socavando los cimientos de nuestra democracia con la excusa de esa situación de emergencia de la que todos éramos conscientes y utilizando nuestro miedo como aliado. Y todo ello sin que apenas hubiese respuesta ciudadana. España, en suma, como la más clara representación del síndrome de la rana hervida.

Comentaba también a raíz de eso la progresiva tentación autoritaria de Pedro Sánchez y su Gobierno, una vez comprobada nuestra mansedumbre ante cualquier medida a la que se nos obligase, por carente de lógica que fuese.

Pero, sobre todo, por el hecho de que ni la no rendición de cuentas, ni el hecho de no dar explicaciones por su inoperancia y sus mentiras, le pasase factura.

Tras dos años creyendo que es posible que haya acción sin reacción y que se puede mentir a todo el mundo todo el tiempo, las formas de Sánchez ya son, sin ambages, las de un autócrata.

Si hay algo que nuestro presidente cree honestamente (probablemente lo único) es que puede gobernar sin someterse a ningún tipo de limitación, siquiera la del más elemental respeto a sus socios, por no hablar de la oposición, a la que directamente desprecia.

Una mujer se asoma al pasillo de la leche en un Carrefour, cuyas estanterías están vacías.

Una mujer se asoma al pasillo de la leche en un Carrefour, cuyas estanterías están vacías. N. A.

El cambio unilateral de la postura de España respecto al Sáhara (del que nos enteramos porque a Marruecos le dio la gana) y el modo cómo ha afrontado el descontento del sector del transporte y del campo son sólo dos ejemplos de hasta qué punto menosprecia a los ciudadanos y, sobre todo, a la verdad.

Cuando el domingo pasado la gente del campo se manifestaba en Madrid y en otras ciudades españolas, la respuesta fue llamarles ultraderechistas. Y cuando parte del sector del transporte se lanzó a la calle y se declaró en huelga, les negó (insensible) la representatividad.

Hace cinco días, ya todo el sector del transporte se sumó al paro. Grandes y pequeños. Porque no se puede pedir a nadie, no ya que no gane dinero trabajando, sino que trabajar le cueste dinero.

El panorama al que nos enfrentamos es el de lineales de los supermercados vacíos; ganaderos que tiran la leche o sacrifican las vacas; familias que no ponen la calefacción; pescadores que no salen a faenar; una industria parada por falta de suministros. Hasta cerdos que por falta de pienso se comen a sus congéneres (que no serán todos, pero son una excelente metáfora del colapso de nuestro economía productiva).

Gastado ya el comodín de la ultraderecha, la displicencia de Sánchez le llevó a prometer una ayuda a los transportistas. La cantidad en realidad no importa, porque no fue el fruto de ninguna reflexión, sino de un acto reflejo. Pero el hecho es que ha perdido su crédito y a los que tiene enfrente sólo les interesa el cómo y el cuándo.

Porque conocen el truco. Lo han visto ya muchas veces y saben que sólo trata de ganar tiempo.

Por eso pospone su respuesta al Consejo de Ministros del día 29, en el que pretende sacar de su chistera el conejo que confía le regale el Consejo Europeo (en forma de postura común con la que afrontar la crisis energética).

Pero el hecho es que en el resto de países sus dirigentes parecen tener bastante más respeto por sus administrados, y al margen de las medidas comunes que se tomen en el Consejo, ya han tomado las suyas.

Desde ayudas directas a los sectores afectados a rebajas a los impuestos que gravan los combustibles. Portugal, Italia, Alemania, Francia, Reino Unido, todas las grandes economías se han tomado en serio una situación que no puede más que ir a peor.

Esos dos años de pandemia le han dado a Sánchez una falsa sensación de seguridad. Con los sindicatos de clase amaestrados y bien alimentados, parecía imposible que se le sublevase la calle. Pero es que del relato ni se come ni se pagan las facturas.

Pedro Sánchez ha subestimado hasta dónde puede llevar a la gente la desesperación.

Como político, el peor de los pecados.