De un día negro en la Gran Manzana, hace una veintena de años, a la actual guerra de Ucrania (sin dejar al margen la reciente revisión del status del Sáhara por parte de España) hay una línea sinuosa de hitos encadenados, de un extremo a otro de la geografía del mundo, que explica a vista de pájaro cómo un suceso remoto desata una serie de episodios que acaban definiendo un nuevo orden internacional.

El presidente ruso, Vladímir Putin, a bordo de un submarino C-Explorer, tras volver de una inmersión.

El presidente ruso, Vladímir Putin, a bordo de un submarino C-Explorer, tras volver de una inmersión. Reuters

No era el fin de la historia aquel feliz desenlace de la Guerra Fría, en los años 90, cuando cayeron todos los telones de acero en plena euforia capitalista, con el comunismo abatido, como si chinos y rusos estuvieran kaput y todo el monte fuera orégano.

Al autor de este veredicto manido, Francis Fukuyama, exultante, nada le costó dar el último sorbo de la Historia para brindar por la democracia liberal rampante con aquel ensayo resolutivo que pretendía ser el obituario de la diáspora de las ideologías en un mundo monocolor.

Sin embargo, ni las guerras ni los bloques pasaron a mejor vida, y hoy están hirviendo al fuego calderos parecidos a entonces con un plus de peligrosidad. Estas ya no son meramente las mismas potencias, ahora tienen el botón nuclear, en cuyo caso estaríamos hablando del final… de la humanidad. Han vuelto a estirarse las cortinas de hierro.

Todo se estremeció, como en un terremoto, el 11 de septiembre de 2001. Y el orden establecido se fue al garete en una onda expansiva que dura hasta hoy. No vino más tarde (2008) la Gran Recesión por azar, ni el epicentro de nuevos seísmos (todos ya para siempre de consecuencias terribles y globales) ha dejado de moverse de un continente a otro como un virus mutante que presagiaba una pandemia que nadie quiso creerse, como en el mito de Michele Wucker del rinoceronte gris.

La histeria de la historia. El yihadismo nos quitó el sueño con ocasión del ataque a las Torres Gemelas, alentado por el enemigo público número uno de Occidente: Osama bin Laden. Perdimos la virginidad, la ensoñación de un mundo sin guerras, sin crisis, sin historia. Nuestra generación se rige por una mnemotecnia de catástrofes transmitidas en directo por televisión o por internet. Todos recordamos qué estábamos haciendo aquel 11-S o nuestro 23-F o el 24-F de la invasión rusa de Ucrania. En cada caso, se nos cayeron los palos del sombrajo.

Durante más de un decenio sufrimos la amenaza de los lobos solitarios, los atropellos tumultuosos en las grandes avenidas, como en las Ramblas de Barcelona, donde los miedos erizaron a todo el país. Éramos ya un pueblo indefenso ante los peligrosos ataques a traición, nos hicimos dependientes del miedo y el odio, y no podíamos imaginar todavía a qué riesgos, de qué tamaño ni de qué naturaleza, nos exponíamos en un siglo XXI con esporas infectas. Un miedo sistémico en bucle.

Ya digo que en ese instante la historia empezó a patinar, el engranaje del mundo quebró, se salieron las piezas de su sitio y los hechos más inverosímiles empezaron a cobrar vida. La historia no se acabó, perdió el equilibrio, todo pasó a estar en el aire.

En Canarias, como en Ceuta y Melilla, desde hace casi medio siglo, no hemos dejado de mirar de reojo lo que pasaba en el Sáhara, lo que pensaba el rey alauí, lo que decían las pateras y las vallas en el lenguaje geopolítico de la inmigración fronteriza, y lo que, en última instancia, se podía colegir del precedente saharaui.

La autonomía que desde el viernes 18 de marzo de 2022 es la posición oficial de España, en sintonía con Rabat, cierra un capítulo y abre otro. Deja la pelota en el tejado del Polisario, más sólo ante el arbitraje de la ONU, tras 47 años insurrectos e inestables. ¿Sellarán las paces la RASD y Rabat, como en 2007, en Nueva York, trataron de acercar posturas entre la independencia y la autonomía? ¿O estamos ante la misma versión de los demonios imperecederos israelo-palestinos?

A Canarias no le es ajeno este nuevo compás de espera. Todo lo contrario, se abre un periodo de grandes incertidumbres, tras las aguas revueltas en disputa y una ruta migratoria de las más infernales.

La pandemia sentó sus reales en 2020 y nos explotó una bomba mundial en nuestras manos, y no hemos vuelto a ser gente aún hoy, en que la OMS admite que está lejos la luz al final del túnel.

Hubo un momento que pareció equivocarse el destino. Fue cuando el advenimiento de Donald Trump. Todo ha ido muy deprisa. Pero hace escasamente un lustro, el mundo estuvo en manos de un loco, y su estilo Calígula prendió en muchos países, resucitaron los muertos draconianos del siglo XX y no fue casual el fervor extremista americano y europeo.

En Bruselas rezaban por que Emmanuel Macron ganara las elecciones en Francia, por que Angela Merkel no se enfermara cuando empezó a experimentar temblores visibles en público, ella que como Atlas cargaba sobre sus hombros la bóveda de Europa, y por que en Italia, en Centroeuropa y en los países nórdicos no irrumpiera la ultraderecha en los palacios y se hiciera con el poder.

Hasta que pasó lo que se temía, uno de esos sucesos que pueden cambiar el curso de la historia, si no enterrarla, haciéndola chocar con un iceberg aposta. Ocurrió el 6 de enero de 2021, cuando Trump vio perdidas las elecciones y animó a sus más intrépidos seguidores a asaltar el Capitolio. Y por primera vez (o fue la segunda, tras el 11-S) vivimos en tiempo real (por internet) el ocaso de los dioses en Estados Unidos. Aquello era el principio de un golpe de Estado. ¡En la capital del mundo! ¡En la arcadia de la democracia!

Hoy estamos de vuelta, testigos cualificados de que la Historia no acabó nunca, sino que fue desfigurándose en la fragua de los monstruos de este siglo. Ahora sí que se ha roto la baraja. Y la partida puede tener cualquier desenlace.

Detengamos un minuto la lectura. ¿Tenemos conciencia de lo que supondría una guerra nuclear? Todo, todos nos iríamos al traste (esta vez sí la Historia) si alguien aprieta el botón. En la depredación de Ucrania, el lobo del Kremlin aúlla el debut oficial de las bombas atómicas. No es el mundo de Trump, sino el de Vladímir Putin, o el mismo mundo demencial de los dos.

Y hasta aquí hemos llegado. La guerra de Ucrania es la última réplica hasta el momento del cinturón de fuego de estos veinte años. Visto lo visto, no es descartable que Putin acepte el reto de Elon Musk y la paz se dilucide en un duelo de titanes entre Hades, el señor del inframundo, y Zeus, el dios de los cielos.

En nuestra mitología, ambos representan respectivamente el fragor de los infiernos en la Tierra y el sueño idílico de una civilización en el espacio. ¡Que Dios nos coja confesados!