Lenin dijo que hay décadas en las que no pasa nada y semanas donde pasan décadas. En el terreno militar, las tres semanas de guerra en Ucrania han confirmado que la frase de Lenin tiene bastante de cierto. Porque si de algo podemos estar seguros es de que Estados Unidos y China, y muy probablemente también India, Pakistán, Irán, Corea del Norte y Turquía, están tomando buena nota de la chapuza militar y logística rusa en Ucrania

Tanques rusos destrozados en la región de Sumy, en Ucrania.

Tanques rusos destrozados en la región de Sumy, en Ucrania. Reuters

Es muy probable que la niebla de guerra y el buen uso que está haciendo Ucrania de la propaganda bélica, con cientos de vídeos publicados al minuto en las redes sociales y que exhiben hasta el último de los tanques rusos incinerado por sus soldados, estén distorsionando lo que ocurre realmente en el campo de batalla.

Quizá Rusia no sea tan incompetente como insinúan esos vídeos, ni su logística tan amateur, ni sus tácticas tan primitivas, ni su material bélico tan obsoleto. Quizá el Ejército de Ucrania está sufriendo más de lo que demuestran esos vídeos. Y que Volodymyr Zelinski pida una y otra vez el cierre del espacio aéreo ucraniano es la prueba irrefutable de que por ahí, por los cielos, se desangra la resistencia. 

Pero en algo coincide la inmensa mayoría de los analistas militares nacionales e internacionales. La guerra de Ucrania obligará a repensar el papel de algunas armas y vehículos de combate frente a la brutal irrupción de la tecnología de bajo coste. Porque si un misil antitanque portátil FGM-148 Javelin (175.000 dólares) es capaz de destruir un tanque ruso T-72 (1,2 millones de dólares), ¿qué sentido tiene amasar miles de vehículos pesados de combate que pueden ser destruidos por un 10% de su precio?

El debate es viejo entre los analistas militares y alcanza a la joya de la corona de la tecnología militar: los portaaviones.

Escribí esto en 2016: 

"Un portaaviones es una máquina absurdamente cara. El coste aproximado de una unidad es de unos 14.000 millones de dólares y el del mantenimiento del grupo de ataque, de más seis millones de dólares diarios. Un portaaviones, además, alberga una población de entre tres y cinco mil almas con su propia economía interna. Desde todos los puntos de vista posibles, un portaaviones es una pequeña ciudad autónoma: un pedazo de soberanía nacional en mares ajenos.

Pero en el pecado va la penitencia. Un portaaviones americano hundido junto con alguno de sus buques escolta provocaría en un solo día el 10% de las víctimas de la guerra de Vietnam. Al coste en vidas se añadiría uno aún más importante: el de la moral. Porque los portaaviones son tanto poder efectivo como emblemas de poder. 5.000 soldados muertos en tierra son una columna en un gráfico. Pero un portaaviones hundido es un meme.

Los portaaviones, además, violan uno de los principios básicos de la guerra: nunca arriesgues un elemento que no puedas permitirte perder.

La biblia de los antiportaaviones es este informe del excapitán de la Marina americana Henry J. Hendrix.

Según Hendrix, los portaaviones modernos son una 'fuerza evolucionada', pero no una 'fuerza revolucionaria'. Sus argumentos no son tanto militares como económicos porque en términos militares la efectividad y la eficacia de un determinado elemento de combate se mide en relación con su coste. ¿Qué puede causarle más daño al enemigo, veintiocho bombarderos invisibles de 500 millones de dólares o un portaaviones de 14.000 millones?

Hendrix propone una triple opción alternativa a los portaaviones: los drones, los submarinos y los misiles de precisión de largo alcance.

Ese punto de vista, el de Hendrix, es el de los llamados 'futuristas tecnológicos'. Los futuristas tecnológicos imaginan una superpotencia militar y económica capaz de responder a todas y cada de las capacidades del ejército americano con un arma tecnológicamente superior. Los futuristas atribuyen al enemigo toda la capacidad tecnológica 'revolucionaria' que le niegan a los Estados Unidos y especulan sobre armas que de momento son sólo bocetos en el laboratorio de algunas empresas de defensa". 

Escribí este artículo en 2016 y sólo seis años después buena parte de las tesis de los futuristas tecnológicos se han demostrado ciertas y no tan utópicas.

Y sólo hay que echarle un vistazo al contenido del nuevo paquete de ayudas americanas a Ucrania, por valor de 800 millones de dólares, para darse cuenta de ello. 

Uno de los elementos incluidos en esa lista, el de los cien "unmanned Aerial Systems", ha llamado la atención de los analistas militares. Porque esos "sistemas aéreos no tripulados" son los Switchblade 300, conocidos como "drones suicidas". 

Los drones suicidas no son en realidad drones, sino misiles del tamaño de un dron de juguete. Los Switchblade 300, usados por las unidades de operaciones especiales de los Estados Unidos, como los Navy Seal, están pensados para acabar con pequeñas unidades enemigas. Los Switchblade 600 son capaces de destruir un tanque. La compañía fabricante es AeroVironment, con sede en Washington D. C. 

La ventaja de los Switchblade es que no necesitan un soldado que los lance porque funcionan como un dron. El modelo 600, equipado como su hermano menor, el 300, con cámaras y sistema de guiado, tiene una autonomía de vuelo de 40 minutos y puede alcanzar objetivos a 80 kilómetros de distancia. A diferencia también de los Javelin y otros sistemas similares, pueden ser desactivados o reprogramados, en caso de error en la identificación del objetivo, hasta unos pocos segundos antes del impacto. 

El envío de esos drones suicidas a Ucrania supone un pequeño terremoto bélico. Porque los Switchblade son armas de última generación de las que, hasta ahora, sólo disponían Estados Unidos y Reino Unido, el único país autorizado por el Pentágono a hacerse con ellos. Los Switchblade, además, son más rápidos que los drones turcos Bayraktar TB2. 

El coste de los Switchblade es de sólo 6.000 euros por unidad. Un precio irrisorio y que permite teóricamente acabar con grandes grupos de combate (cuya destrucción hace sólo una década habría costado miles de millones de dólares y probablemente cientos de vidas de soldados) por un coste ridículo en el contexto de un presupuesto de Defensa.

Los Switchblade no llegan sin polémica. En primer lugar, porque es cuestión de tiempo que los enemigos de Occidente repliquen su tecnología y los produzcan en masa para ser utilizados contra los ejércitos de la OTAN. Y de ahí que la ventana de oportunidad para aprovechar la ventaja competitiva que suponen los Switchblade sea extremadamente breve. 

En segundo lugar, porque altera por completo el concepto tradicional de batalla para convertirlo en algo más parecido a una guerra de guerrillas o incluso a un atentado terrorista que a esa lucha a cara de perro, casi cara a cara, que estamos viendo en la actualidad en Ucrania.

Desde el punto de vista militar, los Switchblade son la vanguardia de un nuevo tipo de guerra que no se librará ya con soldados y material bélico pesado, sino con pequeños dispositivos de alta tecnología manejados por adolescentes granujientos en alguna habitación soleada de Tulsa o de Quinhuangdao, a miles de kilómetros de distancia del campo de batalla. Quien haya leído El juego de Ender (o visto su adaptación cinematográfica) sabrá de que hablo. 

Si eso es un avance o un retroceso, queda a criterio del lector.