La política de hoy sería muy divertida si no fuera porque sus consecuencias la trascienden. Una política de mierda, para qué apuntarlo de otra manera, nos conduce a una sociedad de mierda. La guerra del PP es un claro ejemplo. Ya ha comenzado a prosperar en los medios un relato “socialmente” peligrosísimo: el de culpar a los jóvenes de la putrefacción genovesa. “¿Qué esperábamos de un partido gobernado por gente tan joven?”.

Pablo Casado y Ángel Carromero, en una conversación reciente.

Pablo Casado y Ángel Carromero, en una conversación reciente. Efe

Alaban a Alberto Núñez Feijóo porque parece “un adulto”. Mariano Rajoy se ufana de haber construido el tratado de la “política para adultos”. Y así sucesivamente. Antes de desmontar tamaña falacia, conviene precisar que el relato se construye sobre una premisa errónea. Los intrigantes del PP no son jóvenes. Joven soy yo, que no he cumplido los treinta y que podría escudarme en no haber aprendido, con Gil de Biedma, que la vida iba en serio. Casado, Teodoro, Carromero y su tropa no entran dentro de lo que una civilización sana puede (y debe) entender como juventud. 

En Nuevas Generaciones se convencieron de que el carné no caducaba pasados los cuarenta. Lo que era una forma de convencerse de que, pasados los cuarenta, se puede seguir sin trabajar. Además de en el fondo, los "jóvenes" de NNGG se parecen en la forma a la tuna. Continúan cantando con canas las mismas idioteces que cantaban sin barba.

Pero vayamos al fondo del asunto. El “sujétame el cubata, que llamo a un detective” no lo dice alguien por ser joven, sino por ser necio. El fin de semana pasado estuve en una despedida de soltero. Había decenas de jóvenes con varios cubatas encima que habrían actuado con más dignidad (y acierto) en la guerra del PP. 

Los personajes más truculentos de esta historia apenas rebasan los cuarenta. Pero eso no significa que la juventud saque lo peor de la política, sino que la política acoge lo peor de la juventud. Pongamos un ejemplo a la inversa: casi todos los grandes corruptos españoles tenían más de cincuenta años en el momento del delito. ¿Os imagináis que se hubiera generado una corriente según la cual se desprestigiara la edad adulta y se reclamara los gobiernos para los veinteañeros?

Nadie hay más cabreado en esta historia que los propios jóvenes. Todos aquellos que ven cómo lo más degenerado de su generación se embolsa jugosísimas nóminas por el mero hecho de haber militado en un partido desde los dieciocho. Y el error de Casado pasa por haber inundado la sala de máquinas de los mismos de su especie.

Tengo un amigo que quiere ser político. Ha estudiado para ello. Ha trabajado en distintas empresas. Pero no lo consigue. Suelen decirle que no le “conocen”, que no cursó el único capítulo verdaderamente imprescindible para dedicarse a la cosa pública: la militancia en Nuevas Generaciones.

La guerra del PP se ha convertido en una suerte de Barça-Madrid en la que el público (y los periodistas) toma partido sin saber realmente qué ha pasado. Concebir el Casado-Ayuso como una disputa en la que sólo uno resulta culpable es de un infantilismo atroz. Pero sí existe un hilo que, como Roma, acaba convertido en el cruce de todos los caminos: Nuevas Generaciones.

Allí nació la amistad (¡qué concepto de la amistad el de los dirigentes del PP!) de Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado. Allí hizo sus primeros pinitos políticos Teodoro García Egea. Allí se dio a la conspiración Ángel Carromero. De su experiencia empresarial poco o nada se sabe.

No hay peor presagio que el brillo en los ojos del que alcanza poder en una organización cuando jamás se imaginó poderoso. Suelen hundirse a sí mismos, a los de alrededor y a la propia organización. Por fortuna, comienza a atardecer… y esa luz es cada vez más amarillenta, cada vez menos luz.