Que a Rafa Nadal se le hayan echado encima las hienas por decir que un adulto debe responsabilizarse de sus decisiones y que a Elizabeth Duval le haya ocurrido tres cuartos de lo mismo por reconocer que el adversario ideológico es tan humano como uno mismo, y no un monstruo solo por pensar diferente, no debería ya sorprendernos hoy, aunque sí espantarnos. 

Es bastante sintomático del nivel del debate público actual que dos frases que, de apabullar lo harían por lo obvio y lo sensato, hayan levantado tanta polvareda y merecido tanto insulto. No es nuevo, lo sé. A la columna dominical de cierta escritora me remito. Lo que me llama aquí la atención y por eso lo traigo a su puerta, como su gato le traería un ratoncillo moribundo mientras mueve la cola, es la constatación de que aquí nadie está a salvo. Si no lo está un héroe patrio ni una cabeza visible de minoría identitaria, no pretenda estarlo usted, caballero blanco heterosexual de mediana edad y sin problemas constatables a primera vista. 

Basta el más leve desatino, salirse un milímetro de la ruta marcada, la más imperceptible de las disidencias, para caer rodando pendiente abajo hasta el foso de los traidores y los vendidos. No le salvará de ello ni una buena disforia de género, ni una alta concentración de melanina siquiera. Ni tremendo drive, visto lo visto. Y no deja de ser curioso cómo esas dinámicas arrastran incluso a los colectivos que han sido parte activa de estas antes. Basta con pensar en ese feminismo desgañitado que abrazó el Metoo como el mejor de los inventos desde la rueda y ahora se lamenta de estar siendo víctimas de eso mismo en nombre de otras causas. Es lo que tiene alimentar al monstruo: que uno corre el riesgo de ser devorado por él en una de esas.

Justo vi hace unos días el documental Quince minutos de vergüenza en HBO. Producido por Monica Lewinsky, la exbecaria felatriz, en calidad de caso cero de la humillación pública digital, en el que se analiza este fenómeno al que, desgraciadamente, estamos acostumbrándonos y normalizando. Y es que la clave, yo creo, está precisamente en esa normalidad, en la cotidianidad con la que se vuelca el insulto y el desprecio, de la manera más exacerbada y visceral, contra otras personas en las redes sociales.

Esa deshumanización del contrario, el despojarle de todo aquello que pueda hacernos sentir conmiseración, anular su condición de semejante y reducir todo lo que diga a fruto de la mala fe, el desconocimiento o la estupidez, es la que permite que alguien, convencido de estar haciendo el bien y en defensa de la más justa de las causas (la suya), participe y legitime esos linchamientos digitales. Y, más curioso aún, consigue que nos parezcan despreciables e inaceptables los cometidos hacia nosotros y no tan graves, apenas leve inconveniente, los sufridos por los demás. Nuestro termostato moral trabajando a favor de obra

No soy yo muy optimista y no veo una solución próxima que permita desemponzoñar el debate público. Sigue habiendo quien confunde el insulto con la crítica, la crítica con la censura, la defensa de la libertad de expresión con la obligatoriedad de escucha activa y el hambre con las ganas de follar. Pero para deshacer entuertos hay que dialogar. Y eso es de fachas.