Friedrich Engels, en su obra clásica La situación de la clase obrera en Inglaterra, reúne una abundante selección de textos periodísticos, muy pormenorizados, acerca del estado miserable en que se encontraba la clase obrera en Inglaterra en pleno desarrollo industrial paleotécnico, por decirlo con Mumford.

Un desarrollo, particularmente el de la industria textil en Inglaterra, que condujo a ese estado de degradación (miseria, enfermedad, ruina, delincuencia) del proletariado industrial, y que se consagra con la producción capitalista, haciendo del obrero fabril una especie de Isaac en manos del patrono Abraham, por orden de ese nuevo Dios fáustico que es El Capital.

Un capitalismo, entiende Engels, que amenaza la existencia de la nación al conducirla a su ruina, llegando a producirse una encrucijada en la que una de las dos, nación o producción capitalista, está condenada a sucumbir (así lo dice en el Prefacio a la segunda edición, en 1892).

El capitalismo es una amenaza para la nación al basarse en la degradación de esa gran masa social, la que trabaja en la fábrica industrial, que apenas tiene función política. Y que, además, el urbanismo capitalista (por ejemplo el de Manchester) trata de ocultar o esconder para salvaguardar la buena conciencia burguesa.

Precisamente, 1848 está considerado el año en que arranca el caminar de ese cuarto Estado (por hacer referencia al cuadro célebre de Giuseppe Pellizza da Volpedo) y en el que el asociacionismo obrero comienza a dar sus frutos políticos tras esa marginalidad y arrinconamiento en el que se mantuvo en el contexto de la producción capitalista.

A partir del año 48, dirá nuestro Pi y Margall presentando la obra de Proudhon La capacidad política de la clase obrera, la clase obrera “no es ya una vil multitud, sino una clase, un organismo que se siente y se conoce, un nuevo Estado, un nuevo poder que se levanta del fondo de las sociedades, y amenaza absorberlo y devorarlo todo”.

El capitalismo de la gran industria, además, nivela de tal forma las condiciones económicas en todas las naciones en donde hace su aparición que la condición de esa clase y su conciencia (ser “en sí” y “para sí”) desborda los límites nacionales.

La lucha por el poder político (la toma del Estado) por parte de esta clase se hace, por tanto, internacional, no pudiendo quedar estrechada por los límites nacionales chovinistas.

El proletariado, como clase universal, debe hacer frente a la producción capitalista y hacerse con el poder político para apropiarse de los medios de producción (suelo, ferrocarril, minería, etcétera) y ponerlo a disposición de toda la sociedad, en beneficio de todos. Hasta ese momento, el Estado es una especie de conspiración oligárquica capitalista que funciona en favor de una clase, la burguesa, que ha tomado el poder político (1789) en favor de una parte de la sociedad. Y esa es la definición que da Aristóteles de tiranía: gobernar todo en favor del bien propio de una parte y no del bien común.

Esta situación alberga un conflicto latente que, como una olla de presión, terminará estallando revolucionariamente, predice Engels, “frente a lo cual la Revolución francesa y el año 1794 serán un juego de niños”.

Ahora bien, ¿qué ocurrió con esa clase obrera desde 1848, año de publicación del documento más importante en este sentido (el Manifiesto comunista), hasta 1989, año de la caída del muro de Berlín?

Pues que la revolución estalló, en 1917, y puede que haya dejado en un juego de niños el año 94 (el del terror). Pero esa revolución no fue universal y la clase proletaria no desbordó a la clase nacional. Siendo, más bien, la conciencia nacional lo que empujó a los hombres al enfrentamiento internacional (aquello que dijo Mosca, en referencia a esa Primera Guerra Mundial en la que triunfó más bien el “proletarios de todos los países, mataos”).

Y es que algo con lo que no contaban Marx y Engels es que la propia necesidad de metaestabilización social del Estado neutraliza la depauperización creciente de la clase proletaria. De tal modo que es muy difícil que cristalice la idea de una clase contra la que se dirige íntegramente, en bloque, la acción del Estado (se supone que dominado por otra clase) cuando esa acción trata de socializar la riqueza antes de quebrar como Estado: la Constitución y la expansión de las clases medias.

El marxismo, en este sentido, es muy deudor de una sociología decimonónica (en donde se configura la clase obrera con cierto sentido revolucionario) que en la actualidad es inexistente. La sociología actual, marcada por un desarrollo tecnológico neotécnico, ha cambiado totalmente las referencias de tal modo que el obrero fabril ha perdido completamente esa aura revolucionaria, convirtiendo la lucha obrera en una estampa del pasado, casi legendaria, y en la que muchos se instalan nostálgicamente, pero como farsa.

La propia acción social del desarrollo tecnológico ha hecho que el proletariado no se vea confinado en los márgenes de la industria, sin esa capacidad política (Proudhon) y escondido por el urbanismo (Engels), sino que, convertido en clase media (alfabetizado, con acceso a los medios tecnológicos y de transporte, etcétera), ha sido responsable del estado de cosas actual tanto como el patrón.

La estampa decimonónica del obrero de mono azul explotado y aplastado por un patrón barrigudo, con puro y sombrero de copa, es hoy una estampa irreal y mítica. Aunque siga operando en la imaginación de muchos.